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Nostalgia del futuro

Cuando en América Latina se habla de identidad cultural, de inmediato reaparece el pasado con su magma de tradiciones, leyendas, colonialismos, influencias, agresiones, éxodos y rebeldías. Y lo confunde todo. El crítico chileno Ricardo Latcham nos bautizó para siempre como continente mestizo y es obvio que ese mestizaje no sólo incluye la ya gastada acepción de raza, sino también las más válidas de lengua, migración, ideología. La mixtura es completa y en consecuencia compleja. Países hay, como por ejemplo Paraguay, Perú o Guatemala, que padecen una verdadera esquizofrenia idiomática. El idioma oficial, o sea, el del poder, pero también el de la cultura escrita, es el español, pero las masas indígenas siempre han hablado y seguirán hablando su propia lengua.En ciertas zonas del Caribe (esa gran piscina donde se zambulleron todos los imperialimos) el problema es aún más grave. Mientras que en las grandes ciudades de habla hispana el escritor suele encontrar (al menos en las temporadas democráticas) editoriales que publican y difunden sus obras, en Jamaica o Barbados, en Haití o Martinica, en cambio, la difusión depende de la limosna que le reserven las grandes casas editoriales de Londres o París. El caso de un escritor de Surinam, Bonaire, Aruba o Curazao, es más dramático aún, ya que la alternativa es clara: o escribe en papiamento (lengua criolla afroportuguesa con elementos del español y del neerlandés u holandés), de reducida práctica en la zona, o lo hace directamente en la lengua de la ex metrópoli, pero con la desventaja (como me confesaba hace unos años el dramaturgo Pacheco Domacase, nacido en Bonaire) de que "el holandés es el papiamento de Europa".

No obstante, y como probable consecuencia de su denodado esfuerzo por reconocer y asumir su identidad, son precisamente los escritores antillanos quienes han llevado a cabo en ese aspecto los más eficaces escrutinios y sondeos. Por ejemplo, Edouard Glissant, de Martinica, que escribe: "Tratamos de recuperar nuestra memoria colectiva y buscamos el sentido de un espacio propio". Pero Rex Nettleford, jamaicano, va más lejos aún: "La pregunta ¿qué somos? lleva al deseo de lo que queremos ser. Y si lo que queremos ser ha de tener significado práctico para Jamaica, debe haber alguna concordancia entre la concepción externa de los casi dos millones de jamaicanos y su propia percepción interna de sí mismos como entidad nacional". Y agrega: "Éste es presumiblemente un modo seguro de salvarse de un estado de existencia esquizoide".

La propuesta de Glissant arranca del pasado (memoria colectiva) para afirmar el presente; la de Nettleford, en cambio, arranca del presente para afirmar el futuro. Cualquier latinoamericano, si decide referirlas a su propio país, ha de sentirse identificado con ambas pesquisas. En el. pasado, el elemento homogeneizante siempre vino del exterior. En el siglo XIX fue más aglutinante (así fuera para oponese a ella) la presencia colonial de España que la hipotética afinidad entre un maya del Yucatán y un tehuelche de la Patagonia. En el siglo XX, en cambio, ha sido más decisiva (inevitable solidaridad entre el saqueo y la agresión imperiales) la presión económica, política, social y militar de Estados Unidos que el arduo ensamblaje de una veintena de borrosas identidades nacionales.

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Identidad y dependencia

Hasta ahora la realidad desperdigante ha vencido a la utopía integradora. Bolívar, San Martín, Artigas, Martí y el Che 6regaron incansablemente por sus propias y afines utopías, y es obvio que ellas siguen vigentes. Las brújulas de la liberación señalan empecinadas el rumbo de la utopía, pero ya no se trata de las ensoñaciones de corte paradisiaco que, a partir de la célebre carta de Colón, concibieron la fórmula del Nuevo Mundo. Entre la leyenda de El Dorado y las recetas de la Escuela de Chicago han transcurrido casi cuatro siglos de planificado despojo. Ahora el proyecto de la América pobre, a nivel de pueblos y casi nunca de Gobiernos (y, por supuesto, al margen del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros cepos ilustres), nace de una clara conciencia del subdesarrollo y también de la vislumbre de que somos, como bien lo descubrió Antonio Cándido, un "continente intervenido".

Si la humanidad consigue sobrevivir a pesar de la actualizada oferta de hecatombe, no es improbable que la próxima centuria sea para nuestra América el siglo de la utopía alcanzada, vale decir el tiempo más apropiado para aceptar por fin la célebre sugerencia de "transformar lo extraordinario en cotidiano". Es de presumir que para ese entonces el mundo ya habrá aprendido que la superación de una utopía sólo se justifica si da lugar al nacimiento de otra, aún más intrépida.

No olvidemos que el pasado incluye, entre otros lamentables legados, una cultura de la dependencia. El ensayista peruano Augusto Salazar Bondy señalaba, hace más de 10 años: "Mientras los países subdesarrollados no toman conciencia de su precaria situación histórica, que tiene profundas bases estructurales, ignoran que la norma positiva de cultura no puede ser la del dominador, a riesgo de continuar indefinida e inevitablemente en su condición alienada. Tiene que ser producto de una constelación de valores y principios emanados de la actividad credora de una conciencia revolucionaria que

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Nostalgia del futuro

Viene de la página 11opera a partir de la negacióp, generalmente dolorosa, de convicciones muy arraigadas y de mitos enmascaradores".

La identidad cultural a que aspiramos no será jamás un producto, ni mucho menos un corolario, de la dependencia. Por suerte la misma cultura va generando anticuerpos, y cada escritor, cada artista, de esta América, ya no sólo se preocupa por el producto de su soledad, ni sólo por el destino exclusivo de su pueblo, sino fundamentalmente por el destino global del continente mestizo. Así, y aunque a veces el artista no sea plenamente consciente de ese vínculo casi abstracto, en cada uno de sus poemas, de sus novelas, de sus dramas, de sus canciones, está presente el resto de América Latina y el Caribe. Y en ese siglo XXI de la utopía alcanzada, es de esperar que por fin quede claro que nuestra única identidad posible es una identidad mestiza, en la que habiten con pleno derecho el Popol Vuh y Pedro Páramo, el Martín Fierro y los Poemas humanos, Dom Casmurro y Grande sertao: veredas, el Inca Garcilaso y José María Arguedas, Cantos de vida y esperanza y Residencia en la tierra, El matadero y Rayuela, sor Juana Inés de la, Cruz y García Márquez, el haitiano Jacques Stéphen Alexis y el martiniqueño Aimé Césaire, el barbadense George Lanhffing y el guyanés Edward Braithwaite.

Con todas las blanduras heredadas del romanticismo, la literatura de nostalgia apuntaba hacia el pasado. Hoy, con el rigor y el vigor del sufrimiento, la conciencia del subdesarrollo aplanta hacia el futuro. Es allí donde nos encontraremos. Sólo nos queda invertir el signo de la nostalgia. Nada más y nada menos. El día en que, como quiere Glissant, "recuperemos nuestra memoria colectiva", no para hacer de ella un mito, sino para desmitificarla, ese día -y no antes- sentiremos nostalgia del futuro. Y estaremos salvados, porque en realidad es en el futuro de liberación donde espera paciente la esquiva trabajosa identidad cultural, que el pasado colonial y el State Department nos vedan, o por lo menos nos ocultan y desvanecen.

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