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Reportaje:El 'caso Molina'

"Había días en que no podía soportar los golpes, entonces abría los brazos y me creía Cristo"

En el brazo derecho, medio escondido por la manga de un niky a rayas, se intuye un tatuaje con el emblema de la Legión. En el izquierdo se dibuja una enorme cruz. A su pie, más abajo, su propio apellido Molina. Se llama José Molina Castillo. Tiene 21 años y hace poco menos de un mes que ha abandonado el hospital psiquiátrico de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona). Esta ahí sentado, con una leve sonrisa, recordando a trompicones lo sucedido hace dos años en la cárcel Modelo de Barcelona, cuando ingresó acusado de robar un coche. A su lado, vestida de negro, permanece su madre. Le escucha en silencio. De vez, en cuando le interumpe en su relato, para incidir en tal o cual detalle ya olvidado. Después le anima a continuar hablando con un "díselo tú" o un "mi niño es tan bueno que no quiere recordarlo"."Entonces tenía 19 años. No era la primera vez que me detenían. Antes había tenido otra cosa. Por una moto. Nada más. Al poco de llegar me metieron en la quinta galería. Luego me sacaron de allí y me llevaron a El Palomar. Pensé que mejoraría, pero un poco más y me matan".

De vez en cuando se hunde en un silencio. Se levanta, se acerca hasta la ventana, mientras con la mano peina el flequillo que le cae desordenado sobre la frente. En el pecho se balancea una cadena gruesa de plata. Vuelve a pasear y busca un cigarrillo. Se diría que tiene miedo. Pero él lo niega reiteradamente, a pesar de que no se presentó en la primera cita y que aseguró que "prefería olvidarlo todo". Ni siquiera quena ponerse al teléfono para hablar con su abogada, María Teresa Sánchez Concheiro. "¿Sabes quién soy yoooo?", voceaba la letrada desde la otra punta del aparato. "¿Te acuerdas que el día en que saliste de la Modelo para ir al psiquiátrico me dijiste que era tan guapaaaa?". La entrevista tuvo que aplazarse una semana. Finalmente está ahí. "Es que tiene miedo", vuelve a apuntar la madre." ¿Miedo yoooo?", contesta mientras apura el cigarrillo.

Golpes en el pecho

"No me dejaban lavarme. En mi celda no había lavabo. Pero alguna vez me llevaban a la celda vecina y entonces me abrían el grifo, pero sólo el del agua caliente y yo me quemaba y no podía lavarme. Les pedí que me dejaran abrir el agua fría, pero no querían. Iba sucio y no tenía ropa, los paquetes de mi madre no me llegaban y algunas noches me robaban la manta. Al principio, recuerdo que tenía un buen colchón de espuma, después me lo sacaron y me dieron dos pedazos. No dormía. Sólo pensaba en el momento en que la puerta volvería abrirse y de nuevo vendrían a pegarme".Vuelve a encender un cigarrillo, pensan do quizás en su padre, en su madre, en sus nueve hermanos, en el mes que estuvo en el hospital Clínico reponiéndose de los golpes, en las tardes pasadas en el psiquiátrico de Santa Coloma de Gramenet, mientras con la cortadora repasaba una y otra vez el césped. "Ahora no hace nada. A lo mejor se queda ahí sentado en el sofá durante todo el día, o en la cama durmiendo, o con los amigos en la esquina", explica en voz baja la madre como intentando no romper su silencio. Luego continua hablando del pueblecito de Granada, de donde llegaron hace 18 años, cuando ya habían nacido cuatro de los hijos, de los trabajos del marido, de los esfuerzos por comprar una casa en el barrio de Pomar, en un suburbio de Badalona, por levantar los hijos y por cuidar de José. "Mírelo ahí, pobrecillo".

"Estaba en lo de El Palomar. Al principio todo fue bien. Recuerdo incluso un día en que vino a la celda, me abrió la puerta y nos pusimos a hablar, me preguntó si quería beber y me invitó a un quinto. Luego vinieron los golpes. No sabía por qué me golpeaban. Sólo sé que lo hacían varias veces al día, mientras me tapaban los ojos con una toalla y me tendían en el suelo. Me ataban los pies y las manos y me daban de golpes en el pecho."

"Muchas veces, pensaba que me moría. Entonces recordaba a mi madre. Un día, después de una paliza, me metieron en otra celda donde estaban dos o tres reclusos. Todos con tanto miedo como yo. Nadie hablaba. Fue el único contacto que tuve durante los tres meses en que estuve aislado, después me devolvieron sólo a mi celda. Esperaba detrás de la puerta escuchaba el sonido de las botas, eran unas botas como de motorista. Entonces sabía que venían a pegarme y no podía hacer nada".

Hay que ayudarle a reconstruir la historia, de la mano, como si fuera un niño, mientras la madre, con un largo lamento, empieza a evocar aquel largo peregrinaje de ventanilla en ventanilla pidiendo ver a su hijo. "Me dije, éste es el cura, éste es de Dios, éste me dirá algo de mi hijo y me pegué a él. Y el me contestó: 'Mujer, tu hijo la está pagando por todo lo que ha hecho. Poco le dan'. Y yo le contesté: 'Pero que mal te he hecho". José Molina Castillo la mira, como escéptico, como si no acabara de creérselo. "¿No te lo crees?, ¿no te crees que le dije eso?", insiste su madre. "Lo que pasa es que siempre hablas demasiado. Hablas siempre mucho", contesta el muchacho. "Demasiado, demasiado", musita, mientras reemprende el hilo de su relato.

Ha quedado extenuado, como entonces, incapaz de recordar detalles escalofriantes, que están archivados en el expediente informativo del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria. Hoy, José Molina Castillo no ha podido recordar cómo durante unos días estuvo comiéndose sus propios excrementos, que permanecían en el suelo de su celda, o cómo aquella noche, incapaz ya de soportar más golpes, intentó suicidarse dándose con la cabeza contra una cañería. Tampoco quiere evocar aquella mañana en la que sigilosamente se abrió la puerta de su celda y permaneció así abierta durante unos instantes, como insinuándole la huida, y cómo luego emprendió una carrerilla a través del pasillo, para acabar abatido por una lluvia de palos.

"Había días en que no podía soportar ya más los golpes y pensaba que yo era como Cristo. Que era Dios. Entonces abría los brazos, así extendido y dejaba que me pegaran. Me creía Cristo. Otra veces me volvía. Pero entonces me cogían entre varios y volvían a pegarme. Recuerdo un día en que estaba en el suelo cogido entre varios. Vinieron hasta mí con un palo, me ladearon e intentaron colocármelo por detrás. Mientras, me gritaban, me insultaban, a mí y a los míos. Pero entonces yo ya no sentía nade.

No ha hecho mención de esos funcionarios que participaban entre carcajadas de los golpes y que aplaudían cada contusión o mueca de dolor. Pero la letrada María Teresa Sánchez Concheiro dice que tampoco hace falta, que todo está fielmente recogido en el expediente informativo y en las diligencias que han sido enviadas al juzgado de guardia. Es el fruto de un año de interrogatorios y citaciones, intentando llevar hasta los tribunales de justicia el caso Molina.

Se cruzan una mirada y los dos, la madre y el chico, recuerdan aquella tarde en que volvieron a encontrarse en un locutorio de la Modelo, después de tres meses de aislamiento. "Vino hasta mí, como si fuera un perrillo, como si fuera un animal, con las manos en el suelo. Se acercó hasta donde yo estaba y empezó a lamerme con la lengua la cara y los brazos. Así estuvo un rato, mientras yo le palpaba los golpes y las heridas. Toque, toque, aquí en la nuca". José Molina Castillo, aprendiz de parado, descargador de cajas en Mercabarna, quizá mecánico en un día no muy lejano, dibuja una mueca, vuelve el rostro y le da un golpe a su madre en el brazo. "Deja, deja, deja". En vano. La madre continúa palpándole la nuca, "toque toque, pero si aún se le nota. Es como un bulto".

Sólo agua caliente

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