La brisa húmeda de la ría
Le saludaba siempre así: "¡Maestro!". La respuesta era invariable: una sonrisa acogedora, un abrazo, algún comentario ingenioso. Había cariño en la realidad personal de Zubiri, y humor benevolente. "Gradúate la vista" solía decirme cuando le comentaba que no pasaban los años por él o ensayaba algún elogio de sus cosas. Como buen vasco, era reacio a las alabanzas, de una sencillez extraordinaria en el treato. Su discurso, en cambio, era poco dado a las concesiones de la divulgación. A cambio, atendía al momento cualquier pregunta; si se trataba de aclarar un problema filosófico, las puertas de su casa no se cerraban para nadie. Entonces jamás tenía prisa, aunque no tuviera tiempo. Yo me temo que le hice perder alguno de mis años mozos, pero nunca se mostró impaciente. Sospecho que practicó conmigo aquella máxima escolástica de verlo todo, corregir muy poco, et multa dissimulare.
En los cursos de su última etapa no había, sin embargo, diálogo con el pública. Mejor dicho, dejó de haberlo por razones bien fundadas, que no hacen ahora al caso, y quizá también por otras que merece la pena recordar. De cualquier modo, no resisto la tentación de contar un pequeño episodio que presencié allá por los años cuarenta, al final de uno de sus cursos. Creo que a él no le importará. Le veo sonriéndome y disimulando mis torpezas.
Fue en El Fénix. El tema de las lecciones había sido la causalidad. Recuerdo la impresión que nos hizo a los estudiantes su inmensa erudición, la sutileza del análisis y la profundidad de los planteamientos. Desde los fisiólogos jónicos hasta Heisenberg, toda la historia del problema y sus relaciones con la ciencia y la filosofía de aquel entonces desfiló ante nuestros ojos: ignorantes los míos, asombrados los de todos. Al concluir la última lección, recogió sus notas, aquellas fichas que barajaba siempre con agilidad sorprendente, y agregó unas palabras llenas de sabiduría y de admirable modestia: "Como ven, a última hora, la causalidad es un enigma, no se sabe lo que es". Aquella declaración del maestro nos conmovió. Se hizo un silencio de respeto y homenaje a la grandeza del pensador. No duró mucho. De pronto se levantó un caballero añoso y enlutado, notario, al parecer, de profesión, al que había escandalizado la confesión del filósofo. Salió al pasillo y, muy enojado, le dijo, mientras se paseaba arriba y abajo: "De modo, señor Zubiri, que nos reúne usted aquí a unas personas muy ocupadas, nos tiene un mes hablándonos de la causalidad, para decimos al final que no se la sabe".
La desolación fue general; nadie sabía a dónde mirar. Zubiri se quedó durante unos instantes perplejo, contemplando de hito en hito la figura de aquel extraño ser. Luego, sonrojado de vergüenza ajena, le respondió secamente: "Sí, tiene usted razón, no me la sé". Fue la última vez que vi al maestro prestarse a la ceremonia del coloquio. Por aquellos años me ausenté de España, y al volver pude comprobar que Zubiri había decidido ahorrarnos a todos la eventualidad del esperpento. Pero seguía abierto al diálogo, paciente y atento con quien acudía a su encuentro. Fatigado como estaba al terminar sus conferencias, siempre tenía " rato para escuchar a sus amigos y para hacer otros nuevos. Cuantos se le acercaban para conocerle le encontraron siempre. Y no le dolían prendas si alguien le hacía alguna observación fundada. Sabía escuchar. A quienes debía, pero también a los demás. Algún día hablaré de ello.
La última vez que le vi fue en Bayona, el verano pasado, en la vieja calle de los arcos, junto al restaurante de André. Su aspecto era saludable; me acogió tan jovial y lúcido como siempre. Era verdad que no pasaban los años por él. Estaba con Carmen. Hablamos un momento. Yo acababa de hacerle una reseña de la Inteligencia sentiente, que aún no le había llegado. Quedamos en vernos. Se fue con la brisa húmeda de la ría, sonriente, acogedor. Me despedí de él como siempre: "¡Adiós, maestro, adiós!".
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