Réplica a Benedetti
No le falta razón a Mario Benedetti cuando, en su artículo El discreto encanto de la derrota (EL PAIS, 19 de septiembre de 1983), señala cuán incondicional y fervorosa es la adhesión hacia las causas que todavía no han triunfado. Precisamente recuerdo yo las malas caras y hasta los insultos contra mi persona que suscitaba, aun entre los amigos, cuando, en los peores momentos de la guerra de Vietnam, ante el rendido encarecimiento que solía prodigarse al heroísmo y a los sacrificios de los hombres del Vietcong, me atrevía yo a objetan. "Sí, pero ya veremos a estos héroes, después de la victoria, tras la mesa de un despacho oficial, frente a la más tímida queja de un peticionario no combatiente, desabrocharse la camisa para enseñar sus terribles cicatrices y esgrimirlas cómo autoridad irrechistable para gritarle descompuestamente 'miserable rata de alcantarilla' a quien por falta de posibilidad, de convicción o de valor haya optado por capear el temporal malviviendo emboscado por los suburbios de Saigán, confiando incluso en sus libertadores". A todos indignaba este que sentían como gratuito ultraje anticipado a la sangre de los héroes, porque no hay prepotencia más feroz en todas las conciencias que la del sacrificio. De esta suerte, la sangre, el sacrificio, el heroísmo prevalecen siempre sobre la naturaleza de las causas, y la condición propia de la fuerza cruenta allana toda posible diferencia entre ellas, igualando, ya en su mismo desarrollo, la más justificada con la más injusta. Arduo sería encontrar un solo caso en que la guerra, y en especial la religiosa o ideológicamente pretextada, no haya dado lugar a la execrable fiPasa a la página 12
Viene de la página 11
gura del excombatiente, ese Breno iracundo y amenazador, siempre sobrecargado de razón, siempre volcando a su favor toda balanza con el peso de su espada y haciendo de su victoria el más omnímodo de los derechos, para el que, en guerras ideológicas, el "¡ay de los vencidos!" no se distingue ya de un tácito y simultáneo "¡ay de los tibios y los no. combatientes!". Toda Ecclesia triumphans, en especial si el medio de su victoria ha sido el de las armas, es siempre en alto grado una objetiva perversión de su correlativa y anterior EccIesia militans, si es que el combate mismo no la ha pervertido ya bastante.
Benedetti parece achacar tansólo a suspicaces veleidades subjetivas de los espectadores un cambio de actitud hacia las nobles causas victoriosas que, en realidad, tiene también sobrado fundamento en un cambio objetivo de las cosas mismas. Con olímpica indiferencia a cualquier contenido ideológico argüido como motivación, la condición de la guerra, siempre idéntica a si misma, impone a la victoria de las armas el principio inherente de una dominación des pática. La condición prepotente de la fuerza cruenta -siempre creadora de derecho- hace que la dominación despótica sea, en realidad, el único contenido que, en intínseca relación de medio a fin, le venga esencialmente acomodado, y el único que a la postre -sea cual fuere el que, aun con toda la buena fe del mundo, se le ponga por pretexto motivante- resulte como verdad de la victoria. Y a este respecto, toda renovada confianza en la buena voluntad, en la generosidad del sacrificio, en la nobleza de las causas nobles y en otras no menos malolientes baratijas es, hoy por hoy, con la experiencia histórica accesible a estas alturas, en el mejor de los casos, una ingenuidad culposa.
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