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Instantánea de un encuentro

Con ocasión del último Premio Pablo Iglesias, la lectura de un magnífico artículo de Antonio Colinas sobre una de las más claras mentes filosóficas de nuestro tiempo, María Zambrano -en la que el razonamiento más riguroso se une a la poesía como esencia de su mensaje-, me hizo recordar vívidamente a María como personaje humano. Uno de los más breves, pero imborrables encuentros que tuve en la época en que viví en Roma, en el barrio del Trastevere, fue mi encuentro con ella.Nunca he buscado a celebridades de ningún tipo, ni siquiera los que por sus obras literarias han sido personajes de mi vida interior, admirados y amados. Encontré algunas veces a personajes de éstos, pero cuando los he conocido intervinieron la casualidad, el azar, la suerte para llevarme a ellos. La casualidad, el azar, la suerte, en este caso, comenzó con mi encuentro con el poeta y escritor Enrique de Rivas en un pequeño teatro romano donde, traducida al italiano, se paso en escena -hace unos 10 años, si no me equivoco- Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti. A la salida, Enrique les decía a Rafael y a María Teresa León que María Zambrano estaba en Roma por unos, días -María había vivido en Roma mucho tiempo, pero por entonces ya se había instalado en Suiza- y deseaba que sus amigos fuesen a verla. Enrique se volvió hacia mí y me informó que María me había citado en uno de sus últimos artículos y que seguramente le gustaría verme también. Un par de días más tarde, Enrique telefoneó para decirme que aquella tarde María nos esperaba para tomar con ella una taza de té.

Fue un día importante. Un día de los que la superstición obliga a señalar con piedra blanca. Esa tarde comenzó mi entrañable amistad con Enrique de Rivas y descubrí no sólo su admiración incondicional por María Zambrano, sino una amistad con ella muy íntima, de raíces profundas con toda la familia Rivas Cheriff (los padres de Enrique, sus abuelos incluso). Por mi parte, la visita que íbamos a hacer me atemorizaba un poco. María, informada de que huyo siempre de las reuniones sociales de cualquier tipo, nos recibía solos a Enrique y a mí, y aunque he tratado amistosamente a otros filósofos notables y, en lejanos tiempos, comencé una carrera que precisamente se llamaba Filosofía y Letras, pensaba que María tenía que llevarse conmigo una decepción, porque una mente menos filosófica que la mía es dificil de encontrar.

Esperaba ver una señora anciana. Me recibió una persona llena de magnetismo y sentido del humor; viva, despierta y sin edad... Extasiada escuché su charla con Enrique sobre Grecia -ella se proponía visitar Grecia con unos amigos en los próximos días de Pascuas-, escuché alusiones a los misterios del paganismo griego que llegan a nuestros días. Enrique había investigado con María algunos de esos misterios, los ecos que parecen quedar en algunos lugares de las islas griegas... María, al hablar de Grecia, lo hacía tan vívidamente que sólo pude comparar su poesía con la de Henry Miller en El coloso de Marusi. De pronto se volvió hacia mí y me preguntó sobre mis impresiones de Roma, donde yo era aquellos días una recién llegada. Confusa, dije algunas vulgaridades; entre ellas confesé mi asombro paleto ante los gatos callejeros de Roma. Me gustan los animales, y aquellos lustrosos gatos, vagabundos del barrio antiguo, a los que la gente hace ofrendas de comida y con los que tiene atenciones delicadas -por ejemplo, hay gente que deja abiertas las ventanillas de sus automóviles en invierno para que los gatos se refugien en su interior-, me parecían los gatos más felices del mundo. Cosa que me encantaba... Pero, inesperadamente, los ojos de María centellearon. Me interrumpió. Según ella, yo estaba equivocada. Roma era una ciudad ingrata con los gatos. Los gatos merecían todo el amor de los romanos, ya que salvan de la peste a la ciudad milenaria conteniendo a las también milenarias ratas del subsuelo.

"Pero los romanos son increíblemente duros. ¿Quieres creer que he tenido problemas aquí por tener gatos en mi apartamento? En otros lugares de Italia no sucede lo mismo. Hay más amor a los animales. En el sur de Italia me ofrecieron una finca para que mis gatos pudieran vivir en paz, ¿verdad, Enrique?".

Enrique asintió con la cabeza y cambió la conversación. Incitada por Enrique, María habló con brillantez y sentido del humor de temas diferentes -algunos de ellos, de erudición- sin asomo de pedantería. Cuando terminó la visita y salimos a las viejas calles de la vieja Roma, todas embrujadas por la Luna y los siglos, aunque Enrique me indicaba algunos edificios, algunos rincones interesantes, yo sólo me fijaba en las siluetas movedizas de los gatos. Enrique se echó a reír. Me dijo que María era la mujer más equilibrada del mundo, que su cultura -como podía apreciarera inmensa; su cerebro, pasmoso; su ecuanimidad, también, aun en los debates, aun en los entusiasmos o las indignaciones; pero que su amor por los gatos era la excepción que confirma la regla. Los quería aún más de lo que los quieren los romanos, lo que ya es decir. En una ocasión recogió tantos gatos vagabundos en su casa que dio ocasión a un conflicto vecinal. En aquel momento, según suponía Enrique, los gatos vivían en una casa de campo que María tenía en la frontera franco-suiza, pero seguramente tendría alguno en su casa de la ciudad porque, como a Richelieu, a María contemplar los juegos de los felinos le ayudaba a pensar. Una vez, uno de sus gatos preferidos se escapó de su casa de Roma. María escribió un artículo prodigioso, que reprodujeron todos los periódicos, dando las señas del gato perdido. Es muy difícil reconocer y encontrar a un atigrado gato romano entre montones de atigrados gatos romanos.

Durante semanas le fueron llevando gatos de ese tipo, pero ninguno era el suyo. Italia entera se volcó ofreciendo a María gatos de todos tipos y razas, y en verdad tuvo un serio ofrecimiento de una finca del sur de Italia donde ella y sus gatos podrían de por vida vivir siempre espléndida y gratuitamente. Pasó el tiempo, y todo el mundo -menos María- dio por muerto al gato fugitivo. Y una madrugada despertó sobresaltada. Había soñado que en la esquina de una calleja próxima la esperaba el gato. Alucinada se vistió y salió a la calle. Lo extraordinario fue que, en efecto, encontró al gato en aquella esquina.

Pasó cerca de un mes desde mi visita. Yo imaginaba a María Zambrano ya de regreso en Suiza, después de su viaje a Grecia, cuando Enrique me invitó a su casa con dos o tres amigos. Esperaban también la visita de María. Fue una alegría inesperada volver a verla, sonriente, agitada por haber subido demasiado deprisa las escaleras de casa de Enrique. Y así, con su sonrisa humorista y vivaz, la recuerdo hasta hoy.

"No. No fuimos a Grecia al fin. Resultó que Grecia esos días estaba totalmente llena. Ni de perfil cabía un turista más. Fuimos a Venecia, donde siempre, siempre, hay algo nuevo que descubrir, aunque uno crea que lo ha visto todo. Os contaré...".

Entusiasmada prendí fuego a mi cigarrillo para escuchar más a gusto a María. De pronto me contuve. Ella me miraba y le pregunté si podía molestarle el humo.

"¿Molestarme un cigarrillo? Acuérdate de los gatos. ¿Tú crees que a mí pueda molestarme la presencia de un gato? No, claro que no. Pues para mí un cigarrillo es lo mismo que un gato. Haz el favor de darme uno de los tuyos para fumarlo contigo".

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