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Tribuna
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En busca de la identidad perdida

Este verano España se nos ha echado a la canción. Estadios de fútbol y otros grandes recintos de nuestras ciudades se nos han amuchedumbrado con disciplina y entusiasmo para responder a la cita de nombres que no sabíamos con tan notable capacidad de convocatoria: Julio Iglesias, Miguel Ríos, Joan Manuel Serrat y otros. ¿De dónde les viene la potencia en la llamada? ¿Qué función cumplen, qué procesos sociales realizan en la España de 1983? ¿A qué responde el furor participativo en estos espectáculos urbanos?Dicho desde lo más obvio: la sociedad contemporánea es una sociedad de masa donde uno es, por definición, el mismo que todos los otros, en cuyos comportamientos colectivos no cabe la personalización y en la que las relaciones interindividuales se establecen y ejercitan desde el anonimato.

JOSÉ VIDAL-BENEYTO

G.-D., Londres

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Así, la existencia de uno se convierte en un proceso de reclusión homogeneizadora que al/y después de amputarla de lo grupal y comunitario desagrega los escasos soportes diferenciables que hacen posible que se perciba como propia. Pero este enclaustramiento monádico que nos amenaza nos empuja, al mismo tiempo, a buscar modos de pertenencia colectiva que al darnos albergue común nos permitan reconstruir juntos nuestras astilladas identidades individuales. Ahora bien, esa búsqueda y esos modos tienen que ser pertinentes con la dominante social de¡ contexto en el que se producen. En nuestro caso, tienen que ser masivos.

Julio Iglesias y Miguel Ríos, cuyo tratamiento conjunto es inevitable, aunque pueda resultar escandaloso para nuestras afinidades/desafinidades ideológicas con ellos, ejemplifican la consideración teórica anterior: los comportamientos colectivos, de que ambos son instancia y mediación, generan identidades grupales mediante mecanismos de participación masiva, que se apoyan en espectacularizaciones musicales cuyo contenido es el romanticismo de masa.

Esa dimensión hay que entenderla dentro del proceso de personalización del imaginario social, inseparable de nuestra contemporaneidad, que ha convertido las elecciones políticas en espectáculos de nombres y rostros, y que ha inundado la prensa española de nombres propios escritos en negrilla. Para esa personalización es irrelevante la calidad profesional de sus protagonistas y la distancia que pueda separar a Frank Sinatra de Julio Iglesias, o a Bruce Springsteen de Miguel Ríos. Lo que cuenta es que existan asideros bastantes para la interacción personalizada, es decir, para una intimidad con Julio o con Miguel vivida en la imaginación, transferencia simbólica que hace imperativo el conocimiento de anécdotas y detalles de su realidad cotidiana, el color de sus pijamas, los nombres de sus perros, qué plato prefieren, su último flirt.

La gestión tecnológica y económica de masa que se traduce en la eficacia sonorizadora y lumínica del montaje o en la potencia comercializadora de CBS o de Kas -comparables, aunque en un caso los vatios se cuenten con seis cifras, y las ganancias, en millones de dólares, y en otro, con cinco y en millones de pesetas- no basta para explicar estos procesos. Hay que situarlos en la especificidad de sus contenidos y de las modalidades de su ejercicio. Comenzando por los ámbitos de grandes dimensiones en que tienen lugar, con pantallas múltiples que agregan la imagen gráfico/electrónica de Miguel y Julio que nos es familiar a la adivinada presencia allá en el escenario, con su megafonización asimétrica que al crear una inmediatez acústica unidireccional hace imposible la reversión comunicativa y la abolición recíproca de la distancia, y convierte la dominación del carisma personal y fónico en necesidad física.

La ocupacion de estos ámbitos difiere, en un caso y en otro, en maneras y agentes, pero el resultado es el mismo. Con Julio Iglesias la presencia femenina desborda el 70%, los grupos de edad están unánimemente representados, su adscripción de clase se sitúa, por clara mayoría, en las capas medias y altas, y concelebramos en orden pulcramente sentados. Miguel Ríos congrega desde el acné al empleado con primer hijo, muchachada municipal, al mismo tiempo átona e inquieta que hay que espesar para que no se mueva, en la que el sudor macho, la Policía Nacional, el camillero y los lipotímicos son elementos fundamentales de la fiesta.

Movilización participativa

La movilización participativa es recurso capital en estos aconteceres. Se trata de implicarnos en un comportamiento prescrito, pero activo. Julio Iglesias y Miguel Ríos increpan a su público, lo requiebran -"¡Qué belleza de público!", "El mejor que he tenido nunca", dirá Julio en Mallorca, Barcelona ' ' Santander, Valencia. "Estamos de puta madre", "Como este bolo, ninguno", le replicará Miguel en Zaragoza, Valladolid, Burgos, Madrid- lo embolan en esta ceremonia de autoidentificación complacida. Julio, sus manos juntas invocando nuestra devoción, su índice contra los labios pidiéndonos recogimiento, su palma en tierra como Juan Pablo II, sin más exceso gestual que sus viriles estallidos megafónicos; Miguel, todo láser, rupturas, muecas, guiños, contorsiones, carreras, improperios vocales, acrobacias gimnásticas, patética entrega de joven impertinente de la tercera edad.

Y apoyados en nuestros elepés participamos con modos en parte diversos y en parte iguales. Con Julio Iglesias estamos en la iglesia, atentos y discretos, en un recogimiento unísono y monocéntrico, al que algunas exaltaciones guturales femeninas y las jóvenes arrodilladas de la primera fila dan total cumplimiento. Con Miguel Ríos es el aflorar de ríos Guadiana, de gente que se lo monta a su aire, microgrupos que en su movilidad de canuto o caballo se van y, vuelven, mil alvéolos en los que poder encontrar la propia soledad acompañada. Pero ritos iguales en culminación de pautas rígidas y unívocas. No hace falta que nos adviertan, no necesitamos la campanilla. Suena El amor, de Niña a mujer, Nathalie, Soy de un lugar, o Bienvenidos, Generación límite, Un caballo, el Himno a la alegría, e inundamos los estadios de cerillas, bengalas, mecheros, velas, unánime identidad compartida.

Nos preside el amor, nos guía la transgresión. La fiesta es propiciación que se alimenta de sus excesos, vive de sus víctimas. Simbólicamente. Julio, en la vida aclamada conquistador, macho múltiple, vencedor inalcanzable, y en sus canciones postulante inerme, abandonado por las mujeres, vencido de sí mismo, sacrificado por el amor al amor. Miguel, adulto cumplido, triunfador probado y a la vez rockero oficiante de esta impugnación de la sociedad dé los que ya han llegado, autosacrificado, última víctima de la generación límite, en la cuneta de la edad, aunque tenga que seguir. Julio / Miguel, víctimas-verdugos, magos institucionalizados, con sus alcaldes, sus gobernadores, sus públicos, sus millones.

En la sociedad de masa no hay participación sin espectáculo. Espectáculo Fidel, espectáculo Wojtyla, espectáculo Ríos/Iglesias. Pero espectáculo, icono, símbolos no son sólo simulacros, son nuestro modo masivo de ser realidad. A ese nivel, hoy, no tenemos otro.

José Vidal-Beneyto es catedrático de Sociología de la Cultura.

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