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Madrid, capital de la distensión

Gromiko, un trabajador por cuenta ajena

En los 66 años de su existencia, la URSS sólo ha conocido cinco máximos dirigentes: Lenin, Stalin, Jruschov, Breznev y Andropov; y éstos únicamente han precisado cinco ministros de Asuntos. Exteriores, de los que el último, Andrei Gromiko, con algo más de un cuarto de siglo de longevidad en el cargo, ha sido, aparentemente, el más imprescindible de todos ellos. Con anterioridad a 1973, Gromiko había sido la viva imagen del triunfo de un cierto concepto limitado, pero concienzudo, de la profesionalidad. El ministro de Asuntos Exteriores, del que una vez había dicho Jruschov que si le ordenaba que se bajara los pantalones y se sentara sobre un bloque de hielo obedecería sin rechistar, se había convertido desde su nombramiento en 1957 en el gran practicón que dominaba todos los dossiers; en el hombre que conocía todas las respuestas sin formular ninguna de las preguntas; en el técnico que se había especializado en mecanismos, geometrías de la negociación en la cumbre, tácticas di versas para poner en práctica una estrategia a la que no solamente no tenía acceso, sino que había sido urdida por unos superiores jerárquicos con un conocimiento limitado del mundo y una paranoia de nación cercada. Durante todo ese periodo, Gromiko había logrado desarrollar una impasibilidad herida, pero nunca servil, en particular cuando Jruschov le hacía víctima de su chabacanería mordaz. El alto ministro sonreía dolorosamente sin desvanecer la impresión de que, en la tesitura de tener que bajarse los pantalones, lo haría con toda la dignidad de un impecable trabajador por cuenta ajena.Gromiko desarrolló en esos años una fórmula negociadora que se ha querido calificar de la táctica del niet, la muralla obstruccionista refugiada en el no sistemático, Pero que, en realidad, aspiraba a mucho más. La posición de la diplomacia soviética ha sido, desde 1917, la de la potencia que pretendía ser reconocida como tal y que, en el largo camino hasta su consagración atómica, no veía mas que trampas y amagos en sus relaciones con el mundo capitalista. En esa escuela, Gromiko es el funcionario que tiene la obligación de no dejarse engañar, de repasar una y mil veces los protocolos en busca de lagunas legales, de hacerse experto en una variedad de temas para estar siempre en una posición de superioridad ante su interlocutor, y, así, vemos que mientras los negociadores norteamericanos de los desarmes, los rearmes, la paz, y la guerra echan mano de los hombres-número, y de una gran número de hombres, el soviético asombra a sus colegas moviéndose como pez en el agua en un océano de tecnicismos. El ministro de Moscú cumple su función ganándose al mismo tiempo la reputación dé un hombre de palabra; un diplomático en el que la suspicacia, la tenacidad la imperturbabilidad son como una segunda naturaleza, pero que cuando llega al consenso hace que valga.tanto el hombre ,como sus promesas.

M

A. BASTENIER, Madrid

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Este Gromiko es sólo vulnerable a la demostración de un humor a veces recóndito, pero de altura; un humor que hace suponer profundidades insospechadas de socarronería e imaginar cómo será el hombre de la tertulia informal, o el que escribiría un día sus memorias, si en la Unión Soviética se cotizara, como en Occidente, más la locuacidad que la discreción. Enfrentado a Kissinger; en las negociaciones en la cumbre de 1972 entre Nixon y Breznev, cuando el entonces secretario de Estado norteamericano pregunta, burlón, si acercando determinados documentos a la gran araña de cristal que preside el salón de Santa Catalina, en el Kremlin, podrá tener unas copias al instante, responde el diplomático soviético que no sería posible complacerle porque al haber sido instaladas las cámaras en tiempos de los zares, sólo retratan al ser humano, pero no a sus documentos.

A partir de 1973 la relación entre el gran escanciador de maniobras y sus jefes varía sutilmente. Gromiko, elevado a la categoría de miembro del Politburó, encarna una cierta mayoría de edad de la diplomacia soviética, un reconocimiento de que el mundo es más complejo de lo que había parecido en tiempos del zapatazo de Jruschov en la ONU, y, sobre todo, constituye un homenaje al gran profesional cuya única base de poder es su propia competencia. Andrei Gromiko empieza a elevarse por encima de su estricta función y se le ve en las negociaciones de las más altas cumbres, permitiéndose la osadía de corregir a un Breznev a veces somnoliento y desinteresado del detalle. Ya nadie le sugiere que su utilidad en la vida sea la de subir o bajarse los pantalones y el diplomático no tiene que enmascarar en una sonrisa, entre cómplice y esforzada, su probada capacidad de encaje. El ministro de Asuntos Exteriores de la gran potencia soviética ha llegado donde debía, como justa recompensa a la capacidad de supervivencia de quien ha sido útil para todos y peligroso para nadie.

Al mariscal Costa Gomes, primer presidente democrático de la República portuguesa, se le apodó con el sobrenombre de El Corcho, por su capacidad de sobrenadar a todas las crisis. A Gromiko le convendría con mucho mayor motivo idéntica calificación, incluso en momentos en los que haya parecido al término de su utilidad política, si añadiéramos que ha sido un corcho autopropulsado, apto para las más arduas travesías del océano. Un trabajador siempre por cuenta ajena, pero, por encima de todo, un formidable profesional.

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