Una espuela a la crisis mundial
AUNQUE LA Unión Soviética niegue todavía haber derribado el avión de pasajeros desaparecido hace tres días, su reconocimiento oficial -tras sospechoso silencio- de que lanzó disparos de advertencia contra el jumbo, aderezado con la acusación de que se trataba de un vuelo de espionaje, ya han quedado bastante despejadas las incógnitas de lo sucedido. Hasta ese momento todo lo que se sabía del incidente aéreo en el pasillo de las Kuriles -una banda de islas y de agua ocupada por la URSS, reivindicada por Japón- era que un avión de la República de Corea del Sur, en servicio civil de pasajeros, con 269 personas a bordo y en línea de Nueva York a Seúl, había penetrado en territorio soviético, se mantuvo en él durante cierto tiempo, fue avistado por unos cazas de esta nacionalidad y desapareció. En este simplísimo relato existían algunos datos incongruentes: cómo el avión, en una zona suficientemente conocida por los pilotos coreanos, entró en territorio soviético por error (no es, sin embargo, insólito, y los soviéticos no suelen creer que sea algo inocente); cómo no respondió a las supuestas llamadas de advertencia de los pilotos de caza y de la base soviética de Sajalin, sobre la cual parecía hallarse; cómo cazas y base no fueron capaces (según la primera versión oficial del Kremlin) de identificar el aparato, de no reconocer un jumbo de pasajeros de una línea suficientemente conocida también en esa zona... En estos momentos, de la mano de la nueva versión facilitada por Moscú, existen muy pocas dudas sobre la realidad de una conjetura especialmente siniestra: que los pilotos soviéticos derribaron el avión de pasajeros.Aún antes de conocerse la versión soviética de que se trataba de un vuelo espía, Reagan no parecía tener ninguna duda: la "petición de aclaraciones" a la URSS era lo suficientemente acusatoria como su solicitud de reunión urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la del Consejo Nacional de Seguridad de los propios Estados Unidos, al mismo tiempo que se emprendía una movilización demostrativa de las fuerzas del Pacífico. Y, desgraciadamente, Reagan parece tener razón. Además de la desaparición en sí del aparato y de la constatación de que fue interceptado (Estados Unidos evita deliberadamente decir que lo fue en territorio soviético) existía un precedente: en 1978, los cazas soviéticos dispararon contra un avión coreano que, en otra ruta (París-Seúl), voló accidentalmente sobre el territorio soviético. Pero en aquel caso la lógica tenía una presencia mayor: los disparos fueron de advertencia, el avión obedeció y se posó en suelo soviético. Esta vez, la pérdida de 269 vidas da una gravedad especial al suceso y las acusaciones de atrocidad y barbarie hechas por la República de Corea del Sur a la Unión Soviética resultan bastante exactas. Lo que queda por dilucidar de lo sucedido y el dato de quién pudo dar, y con qué intención, la orden de abatir al avión civil, resulta bastante secundario.
Y así se precipita una nueva crisis mundial. No es, ni va a ser considerado, un casus belli, ni siquiera en el ámbito local donde se ha desarrollado la tragedia. Pero va a producir una serie de consecuencias. En aquella misma zona puede influir en la crisis relativamente próxima de Filipinas, en el sentido de que Estados Unidos pueda ahora, a pesar de la impopularidad del tema, acudir en socorro del presidente Marcos, prácticamente cercado y aislado tras el asesinato de Aquino, pero, sobre todo, en apoyo de sus importantes bases militares que, aunque sólo sea retóricamente -el incidente no cambia el equilibrio militar existente-, cobran de nuevo mayor importancia; puede servir para que Reagan continúe su apoyo a Taiwan, aun a despecho de Pekín, y para que se haga presente una vez más a Japón lo imprescindible de la presencia militar americana en ese sector. Es decir, que barbarie y atrocidad mundialmente aceptadas van directamente a redundar en la explotación de la política de Reagan en todo el continente asiático.
Pero todo va más allá. Las tesis políticas de Reagan consisten, como es sabido, en que el tema de la paz, de la coexistencia y de la negociación es indivisible, y que nada está aislado en el globo; tesis unida a la de la continua acusación a la URSS por su desprecio a los derechos humanos. Quiere decirse con esto que es muy difícil ahora que el secretario de Estado de Estados Unidos, George Shultz, que fue el encargado de comunicar al mundo la agresión soviética en las Kuriles, pueda desplazarse a Madrid con ánimo concilidor para sellar con Andrei Gromiko el difícil documento de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación, cuando ya parecía que el astuto documento de compromiso ya no podría ser retrasado más tiempo por la sospechosa reriuencia de Malta. Todo vuelve a estar en el aire, todo vuelve a tener un color de guerra fría; y en ese todo están incluidas las negociacíones de Ginebra y, naturalmente, la cuestión de los euromisiles y la puesta en absoluta duda de los últimos planes emitidos por Andropov y no mal acogidos por los europeos.
Una crisis sucede a la otra, de forma que la tensión no pueda nunca desaparecer. Si la caída de Beguin y los acuerdos tácitos sobre Polonia, que parecen haberse confirmado en el juego limitado acción-represión de estos días, daban lugar a la posibilidad de una reducción mínima de las tensiones que podría haberse acentuado después en la reunión de Madrid, la crisis del jumbo toma ahora el relevo y siembra intranquilidad. Mientras la imagen de la URSS queda lastrada por la atrocidad cometida, Reagan tiene muy fácil convertir el suceso en una demostración más de la inutilidad de aproximarse a la URSS y de la necesidad de mantener toda la fuerza occidental disponible para responder a una fuerza capaz de aplicarse con la brutalidad mostrada en las Kuriles. Y ésto puede elevarse al rango de crisis mundial de primer orden y a puntilla de todo ánimo de distensión. En definitiva, ese va a ser el contexto de unos momentos en que se tienen que adoptar decisiones trascendentales en el orden de los euromisiles.
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