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Tribuna:La muerte del fundador de 'Cruz y Raya'
Tribuna
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El clavo ardiendo

De Pepe Bergamín sabía yo -y sabíamos los de una cierta cuerda crítica católico-testimonial y heteromarxista- por sus artículos en Esprit (una maravillosa presentación, con Albert Beguin, de la situación en España hacia 1957) y por su dirección de la revista Cruz y Raya de 1933 a 1936. Cruz y Raya fue un empeño de luz impecable -expresión y espíritu- en la España republicana, un verdadero clavo ardiendo (como titularía Bergamín uno de sus ensayos, en su exilio en París de los años sesenta, prologado por André Malraux) frente al conformismo de los bien pensantes.Atrabiliario e imprescindible, Pepe Bergamín ha sido durante todos estos años una jubilosa protesta en vilo (aries encarnado, casi vidrioso a veces, pues el amor comprende por rechazo las sombras y frente a ellas se apresta, hecho estilete implacable) contra la estupidez. Impecable e implacable, Pepe Bergamín sólo podía ser fiel a un entendimiento riguroso de la inteligencia, como aventura selecta y participable. Laico y creyente, sensual y unamuniano, pero europeo y andaluz -nacido en Madrid- sobre todo, supone esa irradiación del espíritu que nunca se extingue y el emplazamiento de lo español a una manera de ser entendido que demanda atención y eriza los reflejos de la España instintiva, gremial y eclesiástico-castrense. No a España como entelequia de guardia, martillo de herejes y celemín de Trento; sí a España como noción, sutil y catalana, exigente -y rigurosa- y vasca, cenital y castellana, plúrima y gallega y, sobre todo, pobre y suficiente" andaluza. Una diversidad hecha concordia y abierta a los cuatro vientos del espíritu, como no podía ser menos en un amante de la mejor atmósfera francesa: la de Paseal y Sade, la de un decadentismo con fulgores heroicos (Barrés y los menores simbolistas como Tristán Corbiére), la de Bernanos y Malraux.

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El féretro con los restos de Bergamín fue enterrado en Fuenterrabía envuelto en una 'ikurriña'

No a España como nación, sino España como noción, que es la única manera posible de que pueda seguir articulándose (mejorando lo presente) como Estado. (Noción quiere decir Cervantes, quiere decir Quevedo, y Cadalso, y Larra, y Unamuno, y Maragall, y hasta Nietzsche, con Pérez Galdós). Tener una dimensión nocional de nuestro ser en el mundo implica sabernos herencia y proyecto, legado y reconocimiento en la variedad constante de lo mismo (que es pensar, y eso evoluciona) para no perdernos en el fetichismo de un gesto o en el mimetismo de temores atávicos. Implica reconocernos en la diferencia y regocijarnos en la superación de ese dique ciego que es la identidad como petrificación en lo adquirido sin ideas.

Bueno, a pesar y gracias a su imprevisibilidad naturalmente católica, lo poco que puedan valer estos dictados, a Pepe Bergamín se lo debo. Maestro, por cristiano, en país de infieles.

Envarado, pero no tieso; la cabeza a pájaros en esa indefinible constelación que es la España amorosa y remisa a averiguarse como tal, relampagueante y quieto, ufano de atravesar el Ebro como frontera cuando venía a Cataluña, de Pepe Bergamín recuerdo precisamente una visita peregrinante al Museo de Arte Románico. Le divertían la ingenuidad y la carencia de espíritu religioso en esos frescos desenfadados en los que un Pantocrátor y un buey asumen igual dignidad representativa. Gracias a Jordi Maragall i Noble, Anna y yo acompañamos a Pepe Bergamín y al indescriptible y maravilloso Arturo Soria por una Barcelona románico-gótica y moderadamente secreta, en aquellos años primeros de los sesenta, y pocas experiencias podremos recordar con fruición comparable a la de aquel encuentro. A Pepe Bergamín la humedad barcelonesa parecía aumentarle la alacridad generacional del 27 (de la República, como entendían Soria y Bergamín) y casi casi levitaba. Se veía lejos de su corte y confección madrofieros y, plantígrados, oía una música distinta, estilizaba interiormente ese castellano inimitable cuyo secreto era de él: una gravidez sintáctica de cuño áureo afinando la ingravidez de su pensamiento católico bajo un silencio que -como a Pascal- le estremecía. Hablaba en la corriente (pues bien la había agavillado en Detrás de la cruz, publicado en México en su editorial Séneca) de Alessandro Manzoni (Sulla morale cattolica) y de Catalina de Siena, de Francisco de Borja y de todas las potencias sobrenaturales de este mundo para hacer de España un lugar donde la convivencia correspondiera a la tolerancia mutua, bajo -eso sí- la exigencia absoluta del ejemplo y la práctica activa del acuerdo fraternal por parte de sus usufructuarios retóricos, la Iglesia. Los escritos de Bergamín suponeri el pensamiento poético en vilo de una prosa enteramente convertida en figuración, imagen y transparencia dialogantes con los místicos y el teatro del Siglo de Oro (Mangas y capirotes, otro de sus libros), con la picaresca y la Celestina, con don Juan y los poetas de su tiempo, con el eco político de cualquier acción y, fundamentalmente, con una poética de íntima resonancia que nunca dejará de latir.

Queda (¿me queda? -eso espero-) aparte del Bergamín visitado en París -rue Vieille du Temple, entrañable barrio del Marais- y feliz a veces por la adaptación que de su teatro hacía la televisión francesa (¿para cuándo aquí?), el espléndido periodista vivo (el mejor después de Larra y Unamuno, por la intensidad milagrosa de tantos artículos) en su famosa sección del Sábado Gráfico y la devoción de los suyos, la editorial Turner en primer lugar, con Pepe Esteban y Arroyo Stephens, la sucesión de su poesía (ese El otoño y los mirlos, homenaje al Madrid del Retiro alado en el gorjeo de su música callada) y en fin, pero nunca definitiva porque Pepe era más importante que sus obras, la proyección de su pensado sentir en ediciones de mayor difusión, como las de Alianza. El homenaje de Litoral...

Con el segundo retorno, desde su apartamento en la plaza de Oriente, pudo asistir a -siquiera mentalmente- las exequias del dictador. Lo pudo ver, compartir esa irreparable pérdida y asentir, por una vez siquiera, al triunfo de la muerte. De todas maneras, siempre lúcido, sin hacerse demasiadas ilusiones y volcándose -como si de su vía unitiva se tratara- a los jóvenes. Puso su suerte en el tablero, lo sabía, como sin duda los otros no sabían o eran incapaces de hacerlo. Sólo y múltiple, llama viva de una exigencia ascensional imparable. Con Manrique y don Antonio, con Bernanos y don Miguel, orilla ahora las aguas reiteradas del espíritu indomable en la mejor luz de las palabras imperecederas. Ojalá su verbo, como el prólogo de Bernanos a Los grandes cementerios bajo la luna o sus amadas coplas andaluzas, tenga en nosotros los condignos -por respetuosos- transmisores peregrinos anónimos. Por la palabra, con el pueblo.

Lluís Izquierdo es poeta.

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