Grandeza y miseria de la media
Con cierta impertinente periodicidad la Prensa reproduce una extractada información, sin duda procedente de la Dirección General de Obras Hidráulicas, acerca de las reservas de agua en tal o cual fecha, medidas por una relación entre el volumen de agua retenido en los embalses y la máxima capacidad total de todos ellos. Así, si no recuerdo mal, hacia finales del pasado mes de julio el comunicado informaba que la reserva de agua suponía un 42% de la capacidad total, lo cual -si se piensa que el año hidráulico, como el académico, empieza en octubre- puede tener un doble carácter, inquietante como todo índice de escasez y tranquilizador por cuanto tal porcentaje pueda parecer suficiente para cubrir las necesidades de un 20% del período.En el curso de la misma semana, a principios de este mes de agosto, tuve ocasión de visitar, por un lado, el embalse de Cenajo, el principal depósito regulador de las aguas del Segura, y por otro, casi todos los embalses de cabecera del Pirineo central, entre Yesa y Barasona. Por un lado, esa desolación -no comparable a ninguna otra- de un embalse vacío, con sus órganos de desagüe al aire, el calcinado vaso cubierto de un légamo seco por el que asomen, aquí y allá, los restos casi fósiles de una vegetación y las ruinas de unos asentamientos sacrificados mucho tiempo atrás en aras a una mejor economía hidráulica. Por otro, la plétora de unos lagos artificiales rodeados de verdor, aguas abajo de los cuales se mantienen todos los riegos y cultivos, y a cuyas aguas acuden los veraneantes del interior para practicar todas esas variedades icáricas de los deportes náuticos.
Unos con otros arrojan esa media del 42%. Pero esa media no existe más que en un papel, como resultado de una división entre dos sumas. No es real, no goza de otra existencia que la aritmética y, con toda probabilidad, ni un solo embalse español -a principios de agosto- retenía el 42% de su capacidad. Los embalses del Pirineo atesoraban alrededor del 90%; el Cenajo estaba en aguas muertas; el conjunto de la cuenca del Guadiana totalizaba una reserva media (también irreal) no superior al 6%. Cuanto más amplio es el campo que cubre, la media es más irreal, pues si bien ese cociente puede ser indicativo de un estado de las reservas para una cuenca en la que ha llovido por igual en toda ella, apenas quiere decir nada en el conjunto de un país marcado por profundas diferencias pluviométricas. ¿De qué le sirve, por consiguiente, esa media del 42% al agricultor pacense que ya en abril tuvo que abandonar, por inútil y condenado al fracaso, todo intento de siembra?
Una consideración tan simple bien podría tomarse como el arranque de una meditación sobre la tan secular como zarandeada política hidráulica. Mientras nuestro país está intentando -y la posibilidad de éxito sólo se demostrará en la transformación en hechos tangibles de unas hipótesis un tanto doctrinarias- construir su futuro social y político mediante la armonización y el respeto a muchas diferencias de toda índole que en el pasado fueron deliberadamente ocultadas para escenificar una supuesta unidad que convenía a cierto credo, no me parece que está de más, de tanto en tanto, fijar la atención en otras diferencias mucho menos altisonantes que las que la Prensa y los portavoces de la opinión nos recuerdan todos los días, pero mucho más atentatorias a esa supuesta unidad. Si, según la documentación más solemne y respetada, España es una unidad indivisible, pienso que, para empezar, esa unidad debería ser hidráulica. De poco sirve un papel que proclame esa unidad si al extremeño le falta agua y al pirenaico le sobra. España es, por ejemplo, una unidad eléctrica, aun cuando en unos puntos del territorio se genera electricidad y en otros no, y gracias a una conexión aérea de las redes, bastante económica en relación con el servicio que cumple, y puede ser una unidad sanitaria si por todo el país se construyen centros de una cierta homogeneidad, atendidos por especialistas de la misma formación, y puede ser una unidad doméstica si por doquier se levanta la vivienda con los mismos índices de calidad, y cultural si se distribuye la enseñanza. Pero, hoy por hoy, no puede ser una unidad hidráulica y no porque falte agua -como lo demuestra esa irreal media, en realidad lo único que demuestra-, sino por la extremada carestía de su transporte a largas distancias. Sin embargo, una política que abordara el ambicioso proyecto (y, ojo, me refiero, por el momento, al proyecto, no a su realización) de llevar a cabo las más imprescindibles conexiones hidráulicas, no tardaría en demostrar su viabilidad y rentabilidad. No creo que fuera el gasto la mayor dificultad del proyecto.
A mi parecer, el único motor posible y el mayor antagonista de esa política hidráulica es la política. Para empezar, todo español cree que el agua que cae en su tierra es suya, aunque corra y aun cuando la ley de Aguas no lo reconozca así, y toda administración de ese líquido propio que redunde en beneficios ajenos le parecerá cuando menos un despojo. Hasta el momento, el único transporte hidráulico a larga distancia realizado en nuestro país, el trasvase Tajo-Segura, constituye el mejor ejemplo de incomprensión entre vecinos. El toledano cree que el Tajo es suyo y así piensa el aragonés respecto al Ebro, y cuando tal cerrazón deja paso a una cierta liberalidad es para conceder que bien está mejorar los regadíos de Murcia siempre que los de Aranjuez queden absolutamente garantizados.
A eso se añade que español empieza a ser un concepto que no se tiene en cuenta o. que (contra lo que dice la Constitución o su espíritu, no lo sé de cierto) pasará a ocupar una segunda posición, gracias a Arzallus y compañía, frente a los gentilicios autonómicos. Pero resulta que, para bien o para mal, los límites de los Estados autonómicos no coinciden, en ningún caso, con los de las cuencas hidrográficas, de suerte que toda agua de escorrentía (salvo la de los escasos Mondegos, que nacen y mueren en territorio autonómico) es española a menos que para empalidecer más aún esta voz se recurra a la amalgama y se afirme que el Ebro es cántabro-castellano-riojano -navarro-aragonés -catalán. Quizá sea el agua de nuestros ríos -que nace lejos de la tierra, que atraviesa y enhebra varios estados y en ninguno se queda, que no habla ninguna lengua- el fluyente hilván que mantiene la unidad española y, por consiguiente, el primer objeto de una mirada atenta a su posible prosperidad.
En el libro El agua en España, publicado en 1977 por el Centro de Estudios Hidrográficos del MOPU (y que a mi entender todo diputado debería leer antes de ocupar su bien ganado escaño) se sientan las bases estadísticas y se apuntan los grandes lineamientos de una política hidráulica que pretenda corregir el gran desequilibrio que padece nuestro país. Esa política no puede ser local, solamente la puede llevar a cabo el MOPU, con competencia soberana sobre toda el agua española, y con el lejano y supremo objetivo de conseguir una redistribución de la riqueza hídrica española mediante la nivelación de las más flagrantes diferencias. A largo plazo esa política no puede ser otra que la de los trasvases: el agua de las cuencas con excedentes -Norte, Duero, Ebro y Tajo- ha de ser transportada a las cuencas sedientes -Pirineo oriental, Júcar, Segura, Guadalquivir y Sur- y los riegos de garantía en Extremadura exigirán la conexión entre el Duero y el Tajo, y no es utópico pensar en transformar ciertos valles semifósiles de Castilla y León en almacenes abastecidos por los abundantes recursos de las dos vertientes cantábricas. El día en que exista la conexión hidráulica la media empezará a tener sentido, ese día -y no antes- el labrador pacense podrá sentir que a principios de agosto aún cuenta con una reserva del 42% del total. Ese día tendrán mucho más sentido las diferencias lingüísticas, culturales y sociales; muy probablemente nadie se perturbará por izar y arriar las banderas; las fiestas de agosto serán más animadas y pacíficas con los cultivos seguros. Y hasta es posible que el agua cantábrica le dé un cierto saborcillo al pimiento del campo de Cartagena.
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