El Pirineo aragonés
La vertiente aragonesa del Pirineo es más abrupta, más seca, más dramática que la del lado francés. Las ciudades están alejadas del arranque de la montaña y las grandes vías de comunicación, paralelas a la cadena, se sitúan a gran distancia. Pero en ese trozo de nuestra geografía que es el alto Aragón se encierra un caudal de nuestro pasado que es consustancial con nuestra identidad como nación. En los valles que bajan de Sobrarbe y Ribagorza, de Jaca y de Huesca brotaron los primitivos reinos militares que configuran Aragón. El árbol simbólico de Sobrarbe tallado en piedra, bajo el templete dieciochesco, en la punta de la meseta de Ainsa, nos recordó, como vizcaínos oriundos del mismo rincón arratiano, al obispo de Barbastro don Ambrosio Echevarría y a mí que recorríamos el paraje, la transposición heráldica muy tardía que trajo esta cruz sobre el árbol, al escudo de nuestro Señorío de Vizcaya con su roble pasado de lobos.La tradición sostiene -aunque los documentos en muchos casos falten- que García Ximénez tuvo en este lugar la visión de la encina coronada de una cruz bermeja. Y que a continuación riñó batalla y conquistó el famoso castillo musulmán de Ainsa. Todavía hoy se conmemora el día 14 de septiembre esa vieja historia de Sobrarbe. De la fortaleza recobrada hicieron, durante siglos, su puesto de mando, los soldados del Aragón que nacía. Ainsa, hoy, digna, y sobriamente restaurada, tiene en su plaza mayor un escenario evocador de aquel palacio real de Sobrarbe de cuya imponente fachada hablaban los cronistas y que cayó en ruinas después de la guerra de la Sucesión, que aquí tuvo episodios de singular violencia.
Las tierras de Aragón vieron levantarse en armas a muchos partidarios del archiduque austriaco, pero hubo comarcas que sirvieron fielmente a la causa de los Borbones. Precisamente para singularizar públicamente su agradecimiento a esa lealtad quiso Felipe V dar público testimonio levantando, en 1715, junto al viejo conjunto benedictino de los Molinos de San Victorián, próximo al pueblo de Arro, un templo, un real monasterio que sirviera de panteón a algunos de los reyes primitivos del Pirineo en los que tienen su origen las dinastías aragonesas.
San Victorián es un rincón emocional de nuestra historia remota de entre los muchos que enriquecen estas tierras ásperas. Fue abadía antiquísima, con extendida jurisdicción, y en la peña montañesa que le sirve de respaldo tuvo asiento una comunidad ermitaña cuya regla trajo un monje italiano, Victorián, contemporáneo de San Benito, a estas breñas, en el siglo VI. El primer rey de Pamplona, Íñigo Arista, fundador de la dinastía de los Íñigos, se hizo enterrar aquí en lo que era entonces monasterio prerrománico y es hoy masía agrícola. El primer Borbón, no bien acabada la guerra sucesoria, quiso subrayar la importancia de este templo y adosó al monasterio una iglesia neoclásica para honrar los sepulcros de aquel lejanísimo primer rey del Pirineo navarro y de Gonzalo, rey de Sobrarbe y Ribagorza, hijo de Sancho el Mayor, que fue asesinado en Monclús. En otra urna estaban los restos del monje ermitaño fundador. El abandono, la incuria, la guerra civil destruyeron la iglesia y las tumbas fueron saqueadas. La estructura esencial del templo dieciochesco quedó, con el tejado hundido, sin embargo, intacta. Entre los escombros, las zarzamoras y ortigas que invaden selváticamente el recinto, se contempla el estucado barroco de las yeserías de las columnas, lo que queda del sepulcro de Migo Arista y las estatuas decapitadas de los fundadores, Felipe V e Isabel de Farnesio, sobre dos repisas a cada lado del desaparecido altar mayor.
El actual dueño de la masía, Antonio Lanao, recio labrador aragonés, de 80 años, me cuenta cómo recogió los restos de los reyes y del abad y los enterró provisionalmente en el pequeño cementerio adosado al edificio, entre cuyas altas hierbas florecidas se alzan dos poyos que señalan las sepulturas. ¿No sería un bello gesto del Gobierno de la monarquía constitucional ayudar a la diócesis a restaurar este panteón real del Aragón remoto que, junto con Sigena, San Juan de la Peña y Obarra, son otros tantos hitos de la España que empezaba a nacer? No hace mucho leí un vigoroso artículo del escritor Salamero Reymundo con motivo de cumplirse los 10 años de la constitución del Patronato del Real Monasterio. Su entusiasmo lo compartimos muchos de los que pensamos que ningún progreso es válido si no se asienta en el respeto y en el culto de la tradición, que es a la vez cimiento y origen de todo avance social y cultural.
Obarra es, en cambio, una resurrección lograda en la que se aúna el rigor artístico con una larga y sustanciosa historia que encierran sus renovados muros. Se llega a este rincón pirenaico, metido en una hoya profunda junto al río Isábena y protegida por un gigantesco macizo rocoso, la sierra Ballabriga, que se alza, pasado el Morrón de Güell, por la carretera que tantos esquiadores utilizan para subir a Viella. Tuve la fortuna de visitar el soberbio conjunto monumental, escuchando detalles de su pasado de labios de don Manuel Iglesias Costa, máximo investigador del período románico del alto Aragón.
Fue el conde Bernardo de Ribagorza quien dio impulso definitivo al monasterio que allí existía, convirtiéndolo en panteón, santuario de esa dinastía pirenaica que por vía de matrimonio incluía ya al reino de Sobrarbe. Las leyendas entran de lleno en los espacios oscuros que no ilumina la prueba documental. El histórico conde Bernardo se trocó en el fabuloso Bernardo del Carpio de la épica castellana, que poco tiene que ver con la auténtica dimensión del soberano alto aragonés.
Hablando de leyendas, siempre me intrigó el fondo auténtico que pudiera contener el ciclo épico que Garci-Fernández, el hijo de Fernán-González, el caudillo de Castilla, dejó tras de sí. Era el conde de las fermosas manos que se las enguantaba para que las mujeres de sus vasallos no quedaran enamoradas al verlas. Se casó primero -según el romance- con una bella francesa, Argenta, que le fue infiel, escapando con un caballero compatriota suyo. Garci-Fernández se disfrazó de peregrino, marchando hasta Rocamadour, donde descubrió a la pareja, matando a los amantes.
Todavía hoy se recuerda este legendario episodio en la bella y espectacular ciudad francesa de Lot. Luego se enamora Garci-Fernández de la hija del raptor, que se llama Ava, y se casa con ella, volviendo a Castilla. Ava resulta tan frívola como su madre; se entiende nada menos que con Almanzor; le echa avena en vez de buen pienso al caballo de su marido, que cae prisionero del general africano, y muere cautivo en Córdoba. No acaban ahí las conspiraciones de Ava. Trata de matar con veneno a su propio hijo García y los monteros que vigilan su alcoba condal se lo impiden. De ahí radica el privilegio de los Monteros de Espinosa. Ava muere intoxicada con su propio veneno.
Pues bien, en Obarra y en los documentos de su archivo está el contrapunto de esta trágica secuencia que inventaron los trovadores de los siglos siguientes. Ava era, sencillamente, la nieta de Bernardo de Ribagorza. Su padre era el conde Ramiro, que heredó los reinos pirenaicos y casó con una dama gascona, hija del señor de Fezensac. El matrimonio de Garci-Fernández con Ava de Ribagorza era un enlace de propósito político y casi de intención unitaria nacional. En Obarra fueron a buscar ayuda los padres de Ava, para enriquecer la dote de su hija. Los objetos de oro y plata, enumerados en el documento, hacen pensar que se trataba de un botín de guerra, obtenido por Bernardo en las luchas contra los reyes moros de Aragón. Mi acompañante me dijo que las leyendas y los romances anti-Ava originados en Castilla podían tener su causa en el diferente clima que existía en las relaciones cristiano-árabes de los reinos pirenaicos y del condado de Castilla en aquel tiempo, más convivial en Aragón, más erizado en la meseta burgalesa. Luego vino el habitual recurso de los juglares: Die lust zu fabulieren, como escribió Goethe. La comezón de fabular.
Ramón de Basterra, nuestro gran poeta épico contemporáneo, era un ardiente partidario del pirineísmo, una idea o invento de su mente, en ebullición perenne. Hay -escribió- un conjunto de caracteres que se dan en los hombres del Pirineo y que convierten en patria solidaria a esos pueblos que acampan y viven a lo largo de la inmensa sierra montañesa que va del cabo Creus al Finisterre. He leído al regreso del viaje pirenaico las estrofas de mi paisano, el diplomático bilbaíno.
"El Pirineo siempre; por siempre nuestra cordillera / Por siempre, la pelota que brinca sobre la frontera / Los montañeses del mundo podemos darnos la mano / Los montañeses del mundo somos masonería / Nuestras almas las tejen conservación y altanería".
"En todo el Pirineo hay un ánimo, hay un pulso, un semblante / El. afán pirenaico es acometer la vida hacia adelante / Hay misión para todas las razas que el Pirineo hermana / Es prolongar el ritmo de Occidente, su vigilancia humana".
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