Mirar desde detrás de los ojos
A finales de marzo de 1972 mi vida profesional y personal era una calamidad. Llevaba meses y años extraviado en mi laberinto interior en busca de una salida. Cuando uno se ve obligado a preguntarse una y otra vez "qué demonios hago aquí" es inevitable acabar buceando en las raíces olvidadas de la quiebra. Y así estaba yo, encerrado física y moralmente ante cuartillas llenas de palabras que indagaban en las resonancias de mi niñez, cuando una mañana sonó el teléfono y, no se por qué, pues no contestaba a ninguna llamada, descolgué el auricular. Era Víctor Erice.Una hora después estábamos frente a frente en un café de la calle Narvaéz. Hacía bastante tiempo que no le veía y le encontré probablemente tan mal como él me encontró a mi. "Tengo vía libre para hacer una película", me dijo, "pero con un pie forzado: ha de tratar del tema de Frankestein". No me interesaba en aquel momento tal asunto y a él tampoco. Pero Erice, que también buscaba una salida a su laberinto personal, necesitaba como yo hacer algo, y el término hacer, en un tipo como Erice, solo significa hacer cine.
Buceo en la infancia
Allí mismo iniciamos la redacción de un guión sobre un asunto que no nos concernía. Al día siguiente tuvimos la primera sesión de trabajo, en su casa y bruscamente el panorama cambió. De pie, en un rincón de su mesa de trabajo, Erice había colocado un fotograma del Frankestein de James Whale, en el que una niña y el monstruo, en cuclillas, a la orilla de un lago, juegan a deshojar flores. "No me libro ni un momento de esta imagen", dijo Erice. "Me asalta, y he escrito alrededor de ella una especie de cuento".Era el cuento de una mujer adulta, profesora de matemáticas en una ciudad, que un día recibe de una hermana suya la comunicación de que el padre de ambas se está muriendo. La mujer se dispone a viajar a su aldea. Toma un tren. El tren cruza la noche. Los recuerdos sobrevienen. Uno de esos recuerdos visualiza a la mujer y su hermana, entonces dos niñas de seis y siete años, mientras contemplan la secuencia de la niña y el monstruo ante el lago en el filme de Whale. La niña queda atrapada por el asombro de la imagen. Luego las hermanas juegan a ser la niña y el monstruo.
Y algo que nos concernía brotó incontenible: "¿Cuando y donde viste tu por primera vez Frankestein?. En tal pregunta estaba ya contenido el enfoque definitivo del filme: un buceo en el interior de nuestra memoria en busca del entramado y de las secretas conexiones con la vida de un mito de nuestra infancia, es decir, de la misma pulsión íntima en que, por distintos caminos, Erice y yo estabamos personalmente sumergidos. La historia y el guión que debíamos hacer, aun con el pie forzoso del tema de Frankestein, trataba en realidad no, de Mary Shelley o de Boris Karloff, sino de nosotros mismos. Y lo que amenazaba ser una banal reconstrucción de un clásico del cine de terror se convirtió en un acorde lírico.
Todo brotó, a partir de entonces, con rara facilidad, dada la complejidad del tema. El guión se pobló rápidamente de fantasmas y ecos de nuestra infancia: el acorde del pozo nació del recuerdo del suicidio del padre de un niño de mi pueblo toledano; Erice evocó sus caminatas en los montes vizcaínos de Carranza, con un abuelo suyo, en busca de setas; yo reconstruí los retazos dispersos en mi memoria del misterioso paso por el pajar de la casa de mis padres de un guerrillero maqui; Erice extrajo de su niñez el jugar a Frankestein de las niñas; yo rehice el rústico método de enseñar anatomía de un maestro de mi pueblo, y así salió la secuencia de Don José. En cuatro meses, la historia quedó cerrada sobre sí misma, aparentemente sin fisuras.
Nace un 'estilo'
Llegó el otoño y comenzaron a hacerse los preparativos del filme. Un día, Erice me llamó, y noté preocupación en su voz. En su casa, me dijo: "He releído y visualizado el guión. Algo no funciona". Me llevé el fajo de cuartillas y lo estudié: tenía razón. Había una escisión en la historia, lo que provocaba confusión en el punto de vista del relato. Por un lado estaba la parte actual: la mujer que acude a ver morir a su padre; y por otro la parte evocada: la niñez recordada en su viaje. Ambas partes, en lugar de complementarse se destruían, y era imposible obtener para ambas un punto de vista común.Y surgió, de un solo tajo, el clima, incluso el estilo inconfundible de Erice: decidió suprimir toda la parte actual -quizás la más acabada del guión- y dejar la película sólo con la parte recordada, la historia de las niñas. Pero, a partir de entonces, esta historia ya no podía ser evocada por un personaje desde la pantalla, sino por el propio espectador desde su butaca, que había de hacer de nuestros recuerdos filmados, para que el relato fuera inteligible, recuerdos suyos. El aura de misterioso lirismo que rodea a El espíritu de la colmena nació ahí, de esa brutal amputación. Al decidir cortar toda referencia a otro tiempo, Erice creó una mutación violenta en el tempo del relato, que no transcurre en la pantalla, sino en la conciencia de cada espectador, y éste no contempla el filme con sus ojos, sino con la secreta mirada, deudora de una identidad y de un tiempo poético también secretos, que hay detrás de los ojos de cada ser humano.
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