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Tribuna:Paseo por el Museo del Prado/ 1
Tribuna
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Las delicias del jardín

Hace dos años, en una crónica viajera y levemente crítica, nos referimos en estas páginas a ciertos de talles negativos del Museo del Prado, a la decepción causada por unas reformas apenas iniciadas y a la pesarosa impresión recibida durante una visita veraniega. Comentábamos entonces la deficiente vigilancia y el mal estado de conservación de ciertas obras fundamentales y protestábamos por la presentación de las salas velazqueñas, cuyos muros fueron cubiertos por una terrible pintura roja que hacía imposible su contemplación. Insinuábamos también nuestras dudas sobre un futuro dejado en manos de decoradores desconocedores de la moderna museografía.En carta del propio director del museo se nos prometía reparar tamaño entuerto, y algún tiempo después, ya nombrado el padre Sopeña director del museo, éste, en entrevista publicada también en EL PAIS, afirmaba con irresponsabilidad y ligereza que este pequeño detalle -el de la pintura roja- carecía de importancia, ya que se podría subsanar "en cualquier fin de semana". El bendito musicólogo nunca decidió qué fin de semana era el más apropiado para repintar milagrosamente las desdichadas salas, y lo cierto es que desde entonces han pasado muchos sábados y domingos y la obra de Velázquez, orgullo del Prado, sigue presentándose de la forma más horripilante que concebirse pueda.

El desafortunado ordenamiento, la apertura de la presentación y el mal estado de conservación de muchas pinturas, unidos al esfuerzo de abstracción necesario para poderse concentrar en las obras y olvidar el desgraciado color, impiden la serena contemplación del espléndido conjunto.

Esperemos tiempos mejores para Velázquez. Entretanto, el Prado va cambiando, y no precisamente para mejorar, bastando un paseo, incluso apresurado, para poder observar el resultado de la aplicación de principios estéticos a juicio de muchos equivocados. En, la crónica mencionada (EL PAIS, 19-9-1981) hacíamos alusión a ciertas salas que, dentro del envejecido contexto del museo, nos proporcionaban, todavía hace pocos meses, el placer de poder contemplar dignamente la obra de El Greco. Fueron consecuencia de un intento de renovación parcial llevado a cabo hace algunos años y nos mostraban fehacientemente cómo la simplicidad unificaba admirablemente modernidad y tradición.

El Greco entre un pálido verdor

Jamás las grandes pinturas de El Greco fueron mostradas con tanta claridad, constituyendo este ámbito un remanso de paz para la convulsión de las formas, la mejor prueba de la discreta y ejemplar actitud del museógrafo frente a la soberbia ventana del pintor.

El blanco apagado, apenas grisáceo, de las bellas salas de El Greco -que parecían constituir un modelo de efectiva simplicidad para el futuro- ha sido gratuitamente adulterado con otra pintura vulgar, de pálido verdor, que produce una molesta reververación, un histérico y ácido cosquilleo que contraría fulminantemente la lectura de una obra que requería indudablemente tonos de neutra claridad. Para colmo de males, la barrera de protección, tan necesaria en estos tiempos de masificada ilusión y de ignorancia, ha sido resuelta mediante unos soportes tubulares de color más oscuro, provistos de unos tensores para los cables.

Tal chapuza mecánica, de indudable subdesarrollo, es, no obstante, más discreta que la aparatosidad metálica, deslumbrante de brillo y material, que terminó por clavar la puntilla a la elegante e intensa belleza velázqueña.

Atmósfera pretenciosa

Lo más grave de la emprendida renovación es el criterio de policromía que la preside y la manía, costosa y peligrosa, de entelar los muros con materiales inapropiados. En las salas dedicadas a Rubens y a su época, por ejemplo, se han empleado tres colores diferentes, de espesa y cargada materia: un pardo, un rojo oscuro y un gris cálido. Pues bien, esta diversidad de tonos tan próximos entre sí en el espacio y la farragosa textura del tejido empleado no hacen más que crear una pretenciosa atmósfera, pesante y caprichosa, que el convencional ordenamiento de las pinturas contribuye a acentuar.

Frente a la provocación, no es de extrañar la reacción del público y la tentación de tocar tal muestrario de muros alfombrados, y a juzgar por las huellas dejadas en ellos, nos tememos que en el futuro será necesaria en la guardería la presencia de un cepillo destinado a reparar los zarpazos cotidianos

En las renovadas salas de Goya en donde la ausencia de las majas en la rotonda crea un indudable desequilibrio -no solamente por lo que su presencia tradicional contenía de guiño sensual y chispeante hallazgo, sino por el hecho mismo de la vaciedad de los muros frente al gran retrato de la familia real-, la tela empleada es de color ligeramente asalmonado y los pasillos laterales han sido pintados de un tono francamente amarillento, cantarín como un canario.

Material empalagoso

Al penetrar en las salas de Goya (qué placer, a pesar de todo, poder contemplar, por fin, el extraordinario conjunto) nos topamos con un amplio ventanal cuya dureza lumínica provoca, lógicamente, dada la calidad del tejido, aguas, halos, sombras y brillos irregulares todavía más rosados. Lo terrible de este material empalagoso, cuyas junturas inevitables se acentúan debido a la defectuosa termínación, es el cambio tonal que se crea en las diferentes condiciones de la iluminación, evidenciándose con exceso la bastarda intención de falsa riqueza, que impide la reflexiva contemplación.

De todo el corjunto, en realidad se desprende una insoportable frivolidad, siendo inevitable el comentario -ya popular, a pesar del poco tiempo de su apertura- del parecido con una bombonera barata.

Reconozcamos que asociar a Goya con una bombonera es paradójico y constituye ya de por sí un sujeto de penosa meditación.

Hallaremos en otros lugares muros ligeramente rosados -esta vez pintados- excesivamente presentes, muros de color amarillento excesivamente luminosos salas cubiertas de terciopelo rojo caprichosamente aisladas. De esta forma, el Prado se está convirtiendo, paso a paso, tras los últimos entelados, en una especie de papagayo arquitectónico, adquiriendo en manos de pretenciosos artesanos el aspecto de un burdel de lujo en donde cada sala cumple una función determinada. Todo ello en detrimento de una lectura sin adiposidades y dañando, por supuesto, la coherencia del conjunto del museo. Un a policromía tan variada como inútil es obra más bien de caprichosa decoración burguesa que de seria museología, y la aplicación de estos principios, siendo ya de por sí peligrosa, lo es todavía más cuando se pretende justificarla a través del juego armónico o mediante el desarrollo ambiental de determinado ingrediente o de todo un conjunto.

Escenograria equivocada

En el fondo se trata de crear escenografia para regresar a la retrógrada práctica del tono-concepto, tan empleada en el asado, y que no es otra cosa que resabiado tic de decorador. El decorador, como es bien sabido, toma la obra de los demás para utilizarla como pretexto de creación, siendo difícil que se contente con la simplicidad en beneficio de la neutralidad, pues ello supone el sacrificio de su propia autosatisfacción.

Al comentar este tema es preciso referirse a la diferencia fundamental que existe entre el montaje de una exposición transitoria, en la que puede aceptarse el capricho y el juego, y la renovación dificultosa y onerosa de un museo nacional, en este caso la pinacoteca más extraordinaria del país.

Los costos de estas transformaciones corren a cargo del erario público, de todos los españoles en suma, y por encima de todo son concebidas para durar muchos años, ya que un museo no se renueva a menudo, y menos aún en un fin de semana. Asombra por ello la inconsciencia e irresponsabilidad de quienes tomaron tan caprichosas decisiones que no responden en realidad más que a actitudes personales ajenas a las modernas concepciones museísticas de respeto al pasado, neutralidad, limpieza y diafanidad en las presentaciones.

Comprendemos bien la tentación de pretender recrear o sugerir mediante el empleo de cierto color o de cierta textura el ambiente de una época, y es evidente que en las nuevas salas de Goya ésta ha sido la intención, pero no se ha tenido en cuenta, a nuestro juicio, el hecho de que el espacio arquitectónico del museo no se presta a tales juegos, por carecer de la compartimentación espacial -molduras, espejos, elementos decorativos y objetos variados de la época-, que justificarían su empleo en un palacio o en un caserón antiguo.

Jugar a las casitas no va con el Prado: el museo posee amplios muros y grandes y desnudadas salas, y su misión específica consiste en mostrar con dignidad y limpieza, sin pretensión de ficticia riqueza, aquella inmensa que posee en sus colecciones. Todo lo demás, por ser accesorio, puede incluso ser dañino para la condición esencial de toda buena pintura: la de ser ante todo ventana abierta a un mundo desconocido, circunscrito únicamente en los límites de su marco mental.

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