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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Nociones confusas

Entiendo que el nacionalismo es la rémora -Y uno de los más perniciosos y falaces corolarios- que la historia ha añadido al devenir, quizá progresivo, que condujo a la recomposición de pueblos y al reajuste de fronteras iniciados en la época contemporánea. Incluso tengo al concepto de nación por engañador y falso e intentaré argumentar el porqué de mi supuesto.Quisiera ante todo señalar que la esencia nacionalista que ahora vivimos tiene difícil justificación considerada como talante y esquema de actitud de rechazo de opresiones pretéritas. Entonces y ahora la reivindicación del nacionalismo es un hecho coincidente, pese a que pueda variar y aun ser otro el contenido del fervor, que siempre tendrá un denominador común: la ingenua necedad considerada como noción válida y de recibo. Quiero decir que si el nacionalismo, cuando era de derechas, me parecía torpe e inoperante, ahora que es de izquierdas -o que también es de izquierdas- me sigue pareciendo lo mismo. El régimen inmediato anterior hizo gala y alarde del nacionalismo como sentimiento aplicado a una suma de etnias y pueblos que se pretendían vinculados por la idea, que tuvo en Jovellanos su primer soporte, de que su unidad radicaba en su empresa, ya que no en sus tierras, en sus hombres o en sus formas de vida; de ahí a admitir la poética vaguedad de que España es una unidad de destino no hay más que un paso. Los nacionalistas de hoy disgregan aquella pretensión imperial en multitud de sujetos de muy vario tamaño y cada vez menor y más aparentemente compacto; ya crecerá, piensan en silencio los nacionalistas, cuando soplen mejores vientos. Si mantengo mi rechazo a una y otra postura es por la convicción de que el problema no reside en aplicar bien o mal el diagnóstico, sino que se origina por el hecho de dimanar de un concepto, el de nación, que no puede sustraerse a la incertidumbre, a la ambigüedad y el equívoco.

Resulta inútil el acudir a los clásicos. El romanticismo inaugura un sentido de pueblo, el hegeliano, que en modo alguno puede responder a las inquietudes nacionalistas, aunque quizá pudiera distorsionarse lo bastante como para servir de clavo ardiente y salvador, aunque también abrasador, a las pretensiones del espiritualismo de la derecha no liberal. A partir de Marx la teoría conflictiva de la sociedad no contribuye demasiado a pensar en idílicas comunidades, y los teóricos del nacionalismo descuidan, diríase que cuidadosa y aun esmeradamente, la tarea de definir lo que es una nación en realidad, esto es, en su puro esquema político y no retórico.

Creo, sin embargo, que sí sería posible ponerse de acuerdo en los conceptos que se nos resisten: etnia, pueblo, nación. Lo que sucede es que difícilmente podrían usarse como vía de legitimación política, salvo en uso del más feroz y radical racismo. Si se identifica con excesiva rigidez la etnia en sentido gentilicio con sus añadidos culturales y el aparato del Estado, puede llegar a construirse un nacionalismo tan coherente como peligroso, que excluirá, claro es, a los metecos incapaces de superar la prueba de sangre; esta actitud supondría, a lo que pienso, el arranque de una carrera de relevos hacia el más puro y mejor delineado fascismo, pero al menos -lo que ya es algo- no tendría que acudir a chapuzas conceptuales para ir saliendo del paso. Nadie olvide que cualquier nacionalismo radical tan sólo puede sostenerse negando rigurosamente los derechos políticos a los inmigrantes; repásese a Nicolás Chauvin. El supuesto idílico de la asimilación cultural a la que se refleren los políticos deseosos de eliminar o de soslayar el problema, tiene límites tan ciertos y evidentes como los que aparecen vinculando la cultura inmigrante a las diferencias raciales, lingüísticas y -no lo olvidemos- económicas.

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Suele pensarse y argumentar se que ésas son dificultades q1je no aparecen sino al radicalizar las posturas y que un "nacionalismo de rostro humano" (entrecomillo la misericordiosa expresión porque, como cabe suponer, no es de mi minerva) acabaría con el enojoso problema. Estoy intentando sugerir y aun decir que esto es una falacia porque el nacionalismo sólo tiene sentido en su versión más radical, ya que cualquier concesión a la templanza lleva pareja la ruina del tinglado nacionalista como consecuencia del propio punto de partida, que es el de un planteamiento dual.

Se supone que los nacionalistas cuentan con medios certeros y suficientes para poder distinguir en cualquier presunto ciudadano su eventual pertenencia a la nación; los medios empleados en la tarea pueden ser complejos y quizá utópicos, pero deben existir, al menos en su dimensión teórica, si se quiere seguir marchando por ese camino. Si es verdad que existen -tal como estoy dispuesto a admitir-, de su aplicación tan sólo se deriva una alternativa posible: o se pertenece a una nación o no. De nada valen los voluntarismos y ningún extranjero, por fervoroso que se muestre, puede mudar su origen nacional. En trágica paradoja para los nacionalistas, tampoco lo perderán quienes gozan de él al tiempo de aborrecer el sentimiento del nacionalismo. Lo contrario sería tanto como confundir la nación con una oficina de expedir pasaportes.

¿En qué puede, entonces, descansar o lastrarse el mecanismo de identificación nacional? No puede reducirse al de etnia, ni aun echando mano al socorrido recurso del lenguaje, salvo que diésemos por bueno el planteamiento radicalizado. Y llevamos ya ocho años viendo a qué conducen los esfuerzos de buena voluntad. Si catalán, gallego, vasco, o lo que fuere, es aquel que vive y trabaja en Cataluña, Galicia, el País Vasco, o donde fuere, siempre cabrá preguntar si es ésa una definición válida en todos los casos, y en cualquier caso y, de ser así, qué hacemos, por ejemplo, con las fuerzas de orden público. El que de esta manera se liquida el nacionalismo lo han entendido muy bien los vecinos que se indignan ante la presencia de la bandera constitucional en los ayuntamientos en fiestas. Y los terroristas.

Hay una clara vía de solución: eliminar los conceptos borrosos o desvaídos y reconocer, sin mayores rodeos, que es el aparato del Estado lo que se exige tras la cortina de humo de los nacionalismos. Puede que, en el fondo, sea eso todo, y al menos así no se mezclarían las emotividades sensibles con las cuestiones de Hacienda pública.

© Camilo José Cela, 1983.

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