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Tribuna
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El mensaje moral de Beethoven

La única ópera de Beethoven, el Fidelio que hemos escuchado en la plaza Porticada de Santander, siempre se oye con emoción profunda. El argumento que dan las enciclopedias no dice lo más importante: su categoría de símbolo. La obsesión, la profunda originalidad de Fidelio, surge de la idea central de Beethoven, extravagante para los críticos de entonces y también para los compositores: que la escena llevase implícito un mensaje moral. El mensaje de Beethoven hace de esta ópera un exponente de lo mejor de la revolución burguesa: se canta la unión de amor y de matrimonio, la fidelidad conyugal, pero inseparable de la libertad, y ambas realidades, utopías entonces, trabadas en un clamor final de carácter religioso en su estructura.

Lo que pudo verse como imperfección, como duda, es hermosa dialéctica interior: se pasa de un primer acto como herencia, herencia muy bella del mundo mozartiano, a un segundo acto donde el preso torturado clama por la libertad y todos los presos cantan un casi himno donde está sólo inquieta y como amarga la esperanza y, al final, cuando la mujer salva al marido y el enviado del príncipe ordena la libertad, la escena se hace cantata, himno, gratitud.

Los argumentos de las óperas en boga, sí las óperas eran dramáticas, se basaban en mitología o en heroísmo antiguo y el amor aparecía casi siempre, inseparable del adulterio y con muerte obligada.

Fidelio se estrena en la Viena ocupada por las tropas de Napoleón y quizá algunos de los asistentes vivían lo que en el París ya no revolucionario se celebraba en grabados y en las canciones del nuevo salón: la fidelidad conyugal, el subtítulo de la obra de Beethoven.

Un ejemplo de humanismo comprometido

Fidelio, situado en España,que Beethoven cambiará y rehará viviendo después su pasión por lo español, es ejemplo humanísimo de humanismo comprometido y de ahí su arrebatada sencillez, tanto en la caricia amorosa como en el grito: no en vano Brecht pensaba en un arreglo para que el público pudiera también intervenir en el coro final.

Como esta versión se hará en Madrid, el comentario llegará del crítico musical, pero me creo obligado en esta nota de urgencia a señalar el éxito, la vibración de la plaza Porticada ante la estupenda versión de Jesús López Cobos, plaza Porticada capaz de la cólera ante la brutalidad de los retrasados y volcada al final en grito de muchos minutos. Un excelente grupo de intérpretes apareció presidido por la espléndida voz de Jeannine Altmeyer.

La expectación se centraba en ver a López Cobos dirigiendo ópera por vez primera en España, y aunque la ópera sin escena y con los intérpretes en delantera -Klemperer los colocaba siempre entre orquesta y coro- se acerca al sucedáneo, orquestay coros, un poco rígidos en el primer acto quizá por necesidad de más ensayos, entraron muy en calor en el segundo, hasta conseguir un brillantísimo final.

Se impone, pues, la repetición en Madrid, mucho más dada la ausencia, increíble, de micrófonos y de cámaras.

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