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Erótica y moral en la Iglesia

El autor denuncia en su escrito la doble moral que, especialmente en en materia sexual mantiene, en su opinión, la Iglesia Católica, definidora de la verdad y de los límites de la actividad amatoria de sus fieles. Un rastreo por la literatura erótica y la exigencia mantenida del celibato sacerdotal sirven para argumentar la permanencia de esa doble moral a lo largo del tiempo.

En algunas ocasiones la literatura enseña más sobre la historia de las cosas que la historia misma, sobre todo si quien la cuenta está condicionado por sí o por terceros, lo que no deja de ser normal y frecuente. Digo esto porque a mí, que tengo como afición la lectura de cuentos eróticos, y no lo digo por presumir, me han enseñado más las narraciones de Sachetti o Salernitano sobre los comportamientos y costumbres licenciosas de los representantes de la Iglesia que esos libros de historia que pasan por encima de los siglos del medievo de puntillas y sin hacer ruido. Y sorprende comprobar cómo la mayoría de los relatos eróticos de la época están protagonizados por curas, abades, monjas, obispos y abadesas, sujetos de las más frívolas aventuras y los más atrevidos libertinajes; y sus autores, Sercambi o Straparola, La Salle o Bocaccio, Pot o Le Bon, en vez de dar con sus huesos en mazmorras o con sus carnes en hogueras, fueron elevados en muchos casos a rangos eclesiásticos de común reconocimiento y boato. Porque incluso "el hombre más libre que jamás haya existido", como denominó Apollinaire a Donatien-Alplionse-François, conocido universalmente por su título de marqués de Sade, purgó penas en prisiones, pero no por lo que escribía, sino por lo que hacía, y ni siquiera porque lo que hiciera fuese malo, sino porque su influyente suegra era proclive a perseguirle para impedirle disfrutar de los goces de la carne. Goces que practicaba el marqués no sólo con la hija mayor, su legítima esposa, sino también con la menor, lo que impulsó a la suegra a denunciarle, aunque no se sepa bien si la motivaba la moral o la venganza al no lograr con sus encantos la atención del yerno. O el mallorquín Anselm Turmeda (1352-1432), fraile franciscano que se convirtió al islamismo y a quien el rey Alfonso V otorgó un salvoconducto permitiéndole que transitara por su reino "con sus mujeres, hijos e hijas, sirvientes y bienes".

Matteo Bandello (1485-1561) escribió en El misal. "Vivió hace algún tiempo en una ciudad de Lombardía un obispo que era un santísimo hombre, y que lo hubiese sido aún más de haber estado castrado, ya que en asuntos de mujeres era por demás glotón, deseándolas todas para él y no permitiendo que los otros curas pudiesen mirarlas y mucho menos complacerse con ellas". El relato, que así comienza, además de apuntar un reflejo del modo de actuar de ciertos miembros de la jerarquía, no le impidió ser nombrado obispo de Agen por Enrique II en 1550. Puede resultar sorprendente que un autor de cuentos eróticos, empeñado en arremeter contra los tabúes de la época, alcanzase tal grado, pero ya dijimos que tales casos no fueron ni mucho menos excepcionales, sino más bien una regla común a los hábitos de la Iglesia católica desde el siglo XIII y aun antes. Otros casos significativos fueron los de Pietro Bacci, que firmaba con el seudónimo de Aretino, autor del magnífico relato erótico La vida de las monjas, y quien, por cierto, escandalizó a toda Italia por su libertina vida, o el del vicario del obispo de Bolonia Claude-Henri de Fusee, más conocido por el abate de Voisenon.

Tampoco son hechos aislados de un país o un siglo. Más tarde, durante la colonización de América, un real decreto de la monarquía española prohibió a los curas que partieran hacia América acompañados de sus "amas, criadas, sobrinas y demás mujeres de buen vivir", y más por el escándalo que ello suponía que por cualquier otra razón, que a los reyes de españoles era sabido y conocido el continuo entrar y salir de las damas en el Vaticano con la misma facilidad, al menos, que en sus cristianos aposentos reales.

El sexto mandamiento. Con su excusa, la Iglesia se ha convertido en la guardiana fiel de las buenas costumbres, la ascesis y la moral recatada y puritana, y en su misión represora de la "más dulce manera de servir a Dios", en palabras de Bocaccio, se ha encontrado con esa aliada punitiva que es la ley, elaborada, dicho sea de paso, por legisladores que a veces eran curas o que tenían a un cura tan cerca como a la amante. Porque, literalmente, el sexto habla de no cometer actos impuros, lo cual es un concepto altamente indeterminado, entre otras razones porque nada hay más puro que el amor, ni más impuro que hacer sufrir al prójimo por no complacerle en sus deseos sexuales.

Además, la relación de los mandamientos de Dios, a pesar de su aparente simpleza, ha traído de cabeza a más de una eminencia. Decían las feministas irónicas -que de todo hay- que ellas no podían cumplir más que nueve mandamientos porque aquel que decía "no desearás a la mujer de tu prójimo" les parecía que no les incumbía, al menos a la mayoría de ellas. Muy machista era el mandato divino en ese aspecto, tanto que la propia Iglesia se vio obligada a cambiar la fórmula. Sin embargo, queda por aclarar el sentido exacto del nuevo noveno mandamiento, y sobre todo el sentido concreto del sexto, al menos mientras los doctores de la Iglesia no se pongan de acuerdo entre lo que son actos impuros y actos necesarios para la salud integral del hombre y la mujer.

La Iglesia católica ha practicado la doble moral con tanta frecuencia que hasta nuestros días llegan muestras de esas contradicciones bendecidas por mano anillada.

En 1936 derramaban el agua bendita sobre los gritos legionarios de ¡Viva la muerte! con el mismo ardor que en 1983 la derraman sobre el grito contrario de ¡Viva la vida!, tras el que curiosamente se esconde la misma ideología que la que entonces inspiraba el ademán impasible. O el obispo de Toledo, primado de España, que no duda en prohibir a un ministro su presencia en una procesión a los pocos días de haber dado la comunión a un divorciado en la familia apellidada Franco. Y conste que lo que no se entiende es lo primero, no lo segundo.

Mientras que la Iglesia tenga que mirar el paralelo y el meridiano antes de decidir si la pena de muerte es o no es cristiana; mientras la moral sea un embudo en manos de quienes se arrogan la potestad de decidir en dónde está el bien y en dónde el mal; mientras los curas sean hombres y la naturaleza no sea tan sabia que sepa insensibilizar a todo ser humano que se cuelga un hábito, la doble moral permanecerá entre los servidores de Dios. Como el caso de fray Juliot, del relato de Turmeda La lujuria, que decía con el ceño fruncido en confesión a la dama inocente: "¿Qué clase de cristiana sois que no lleváis la cuenta de las veces que vuestro marido os lo ha hecho, sabiendo que debéis pagar el diezmo al confesor que os confiese?".

El autor es abogado y escritor, secretario general del Club Cultura y Sociedad.

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