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Un actor conocido, un escritor desconocido

David Niven era uno de los actores más característicos del cine sonoro. Debutó en 1935 en Hollywood y trabajó sin interrupción y buen ritmo hasta hace sólo unos pocos meses. A lo largo de estos casi 50 años, creó un personaje basado en la imperturbable flema británica, su nombre se hizo internacional y debió amasar una bonita fortuna.Ante la desaparición de uno de estos monstruos sagrados del cine internacional, la primera pregunta que cabe hacer es por qué continuaría trabajando a pesar de sus 73 años, la mala situación física que evidenciaba en sus últimas películas y la segura abundancia de dinero en sus arcas. Y la única respuesta posible es que el cine había llegado a ser su vida, una especie de fortísima droga, hasta tales extremos que le resultaba imposible prescindir de él.

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Esto resulta más curioso en el caso de David Niven porque pertenecía a la aristocracia inglesa por nacimiento, había recibido una sólida educación, trabajó como periodista en Canadá antes de debutar casi por casualidad como actor y siempre estuvo presente en su vida el interés por las letras.

De forma que a comienzos de los cincuenta, cuando ya era un actor de talla internacional, su atracción por la literatura le lleva a escribir dos novelas que no tuvieron mucha aceptación.

Y casi 20 años después, una autobiografia, titulada La aventura de mi vida en su traducción castellana, pero que no es el tradicional libro escrito por un actor al comienzo de su decadencia, sino una obra llena de humor, realizada con habilidad y cuyo gran éxito le lleva a escribir otras dos en esta misma línea. Pero por las venas de David Niven, como por las de tantos otros compañeros de profesión, corría el cine, y la literatura nunca fue más que una segunda actividad paralela.

Trayectoria irregular

En su larga filmografía predominan las películas comerciales y sin mucho interés. Tras una primera parte en que destacan sus trabajos para Ernst Lubitsch, La octava mujer de Barbazul (1938), William Wyler, Cumbres borrascosas (1939), y Michael Poweil, A vida o muerte (1946), llega el final de los cincuenta, que son sus años de gloria.

En 1956 resulta ser el intérprete ideal del máximo exponente de la flema británica, el profesor Phileas Fogg, en La vuelta al mundo en ochenta días, la superproducción de Michael Tood, dirigida por Michael Anderson, sobre la famosa novela de Julio Verne.

En 1957 realiza su gran interpretación, al encamar al padre de Jean Seberg en Buenos días, tristeza, la excelente adaptación reafi zada por Otto Preminger de la novela de François Sagan. Y en 1958 gana el único oscar de su carrera al interpretar a uno de los muchos personajes de Mesas separadas, la adaptación de dos obras de un acto de Terence Rattigan, dirigida por Delbert Mann, que, a pesar de ser bastante plúmbea, tiene gran éxito por dar pie a que los inte grantes de su reparto hagan todo tipo de números de fuerza.

Después de una larga sucesión de películas sin excesivo atractivo, entre las que cabría destacar 55 días en Pekin (1963), de Nicholas Ray, y La pantera rosa (1964), de Blake Edwards, dentro de ese característico tono en exceso comercial. Desde hace tiempo se había convertido en uno de los más típicos actores de superproducciones internacionales y, cada vez más viejo, se ha pasado los últimos años de su vida viajando de país en país para encarnar su imperturbable personaje británico.

La única variación experimentada al final ha sido lanzarse a la producción de alguna de sus más recientes obras, pero no por descubrir una nueva afición en los últimos momentos de su vida, sino para ayudar a uno de sus hijos.

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