Continuidad en el Tribunal Constitucional
LA REELECCIÓN de Manuel García-Pelayo y de Jerónimo Arozamena como presidente y vicepresidente, respectivamente, del Tribunal Constitucional es un claro y elogiable signo de continuidad en el funcionamiento de una institución de la que depende en buena medida la consolidación del sistema democrático. Al tiempo, la decisión gubernamental de nombrar miembro permanente del Consejo de Estado a Landelino Lavilla, cuya carrera como político profesional quedó abruptamente interrumpida con las elecciones del 28 de octubre y la autodisolución de UCD, parece poner fin a la operación ideada para enviarle de magistrado del Tribunal Constitucional como paso previo para alcanzar su presidencia. Landelino Lavilla, letrado del Consejo de Estado y persona merecedora de la mayor consideración y respeto, prestó im portantes servicios al sistema democrático español como ministro de Justicia del primer Gobierno de Adolfo Suá rez, en cuyo seno instrumentó jurídicamente las grandes líneas de la reforma política, y como presidente del Con greso durante la primera legislatura constitucional, car go que desempeñó con eficacia, dignidad y mesura. Aho ra bien, su elección como magistrado del Tribunal Constitucional hubiera sentado el desastroso precedente de convertir a esa alta institución en puerto de refugio para políticos derrotados y en cantera de cargos para el sistema de despojos.El sentido del Estado ha prevalecido, así pues, sobre las tendencias corporativistas de algunos sectores de la clase política, dispuestos a prestar su solidaridad gremial a los colegas- cualquiera que sea su filiación- necesitados de ayuda y resueltos a generalizar como uso, susceptible en el futuro de ser aprovechado en beneficio propio, esa práctica amiguista de socorros mutuos. El clientelismo y el intercambio de favores resultan frecuentemente eficaces para hacer política, en la acepción más estrecha de la expresión, pero son nefastas herramientas para la construcción de un sistema institucional que pretenda estar al servicio de los ciudadanos y no sea patrimonio de los profesionales del poder. Afortunadamente, la reelección de Manuel García-Pelayo y de Jerónimo Arozamena, cuyo nuevo mandato es improrrogable y tendrá una duración de tres años, simboliza la autonomía del Tribunal Constitucional, su independencia de los demás órganos estatales y su neutralidad apartidista.
A lo largo de los tres últimos años, el Tribunal Constitucional se ha ganado el respeto de la sociedad española gracias a la competencia, independencia y altura de miras mostradas por los magistrados a la hora de sentar jurisprudencia en materias que afectaban a intereses partidistas y que resultaban cruciales para dar coherencia al bloque de legalidad. Las sentencias del alto tribunal sobre recursos de inconstitucionalidad y recursos de amparo han ayudado a esclarecer las zonas oscuras y a despejar las ambigüedades del texto constitucional, así como a expulsar del ordenamiento jurídico los preceptos incompatibles con nuestra norma fundamental. Rechazando la tentación de transformarse en una tercera Cámara o de sustituir sus funciones de control de la legalidad por una variante de gobierno de los jueces, el Tribunal Constitucional es ya una pieza básica del entramado de nuestra vida pública gracias a su eficaz trabajo como intérprete y guardián de la Constitución, basado en la aplicación de criterios jurídicos para la solución de conflictos políticos y en la instalación de sus resoluciones por encima de las presiones del Gobierno y de los partidos.
Las torpezas, las arrogancias, el clientelismo o los malos entendidos pueden explicar, sin necesidad de recurrir a la ominosa hipótesis de maniobras políticas orientadas a restar autonomía al Tribunal Constitucional, que la renovación de cuatro magistrados, cuyo mandato para nueve años debe votar el Congreso, no se haya producido más de seis meses después de la fecha fijada. La discusión sobre la conveniencia, o bien de renovar en bloque el nombramiento de los cuatro magistrados cuyo mandato había vencido, o bien de sustituirlos por cuatro nuevos miembros, opciones ambas perfectamente legítimas, fue absurdamente interferida por la irrazonable tentativa de ratificar sólo a dos magistrados -Manuel Diez de Velasco y Francisco Tomás y Valiente- y de buscar, en cambio, para los otros dos -Francisco Rubio Llorente y Antonio Truyol Serra- una pareja consensuada de reemplazantes. Dado que los conocimientos jurídicos, la honestidad personal y las convicciones democráticas de todos y cada uno de los cuatro magistrados se hallaban fuera de toda duda, esa discriminación por parejas no sólo era ofensiva, sino que se prestaba también a un juicio de intenciones sobre los propósitos últimos del Grupo Parlamentario Socialista. El continuado aplazamiento de la renovación del Tribunal Constitucional por el Congreso, con incidentes tan chuscos como la pretensión de hacer un solo paquete consensuado con los cuatro magistrados y los vocales del desprestigiado Consejo de Administración de RTVE, ha dejado para septiembre esa asignatura pendiente de los diputados. En cualquier caso, la reelección de Manuel García-Pelayo -prestigioso profesor de Derecho Constitucional e historiador de las ideas, los mitos y los símbolos políticosy de Jerónimo Arozamena -miembro de la carrera judicial y reputado administrativista y procesalista- puede servir de ejemplo para que la continuidad del Tribunal Constitucional sea respetada en el futuro, para bien de la democracia española y de nuestro sistema institucional, por las cámaras y por el Gobierno.
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