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Tribuna
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Hombres

Rosa Montero

No lo entiendo, no sé de dónde viene esa diferencia sustancial (prefiero considerarla cultural) que constato entre hombres y mujeres cada día. Ese exceso de violencia, esa desmesura en la burrada que, generalizando, parecen atesorar los machos de nuestra especie. Me lo decía una amiga:-Cuando voy sola de noche por la calle y veo que se acercan cuatro mujeres, por ejemplo, me quedo tan tranquila. Pero si es un hombre, basta con uno, siempre siento un mosqueo, algo de miedo.

Los varones son los señores del pavor, los emisarios de desgracias. Qué terrible bagaje el de su género. Qué sangrienta herencia arrastran aquellos que desean ser distintos y que repudian su potencial social de salvajismo. Hablo de la violencia física, de lo horrendo. Hace un par de días, un marido incendió el coche donde se encontraba su mujer con el amante y les dejó abrasarse. Hace unos meses, un ex novio ató a su antigua compañera y al nuevo hombre y les quemó vivos con igual sadismo y complacencia. Hay hombres que estrangulan a sus mujeres, que matan al abogado que está tramitando el divorcio y después le saltan los sesos a ella. Hombres que apalean, que patean, que rocían de ácido o marcan a punta de cuchillo la cara de aquellas que pretenden dejarles. Son casos que guardo en la memoria, aún recientes. Y, sin embargo, por mucho que rebusco, no recuerdo lo contrario, no encuentro la misma bestialidad en las mujeres. Curiosa escasez ésta, la femenina, en los anales del crímen pasional. Porque la pasión es, precisamente, el territorio tradicional de las hembras, el solo mundo que conocen. Y aun siendo lo único que tienen, las mujeres no torturan, no disfrutan con el crepitar de los cuerpos, no destripan. No es una cuestión de fuerza física: todo el mundo es fuerte con pistola. Si los hombres lo hacen, no es por una locura de amor, sino por un delirio de posesión, por una aberración de poderío.

Los varones son seres genéricamente capaces de violar a la mujer del enemigo, de hacerle el amor instantes antes de degollarla. Cuando pienso en estas cosas -hechos extraídos de la historia- se me desgarra algo en la conciencia, como un vértigo ante lo incomprensible del espanto, y no sé si echarme a llorar por nosotras mismas o por ellos.

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