Mantener el estatuto vasco / 1
La discusión parlamentaria de la Ley de Reforma Universitaria (LRU), firmemente contestada por la Minoría Vasca, ofrece una oportunidad para formular en voz alta algunas modestas reflexiones sobre el texto del proyecto y sobre el contexto político que vivimos. Reflexiones personales, ciertamente rumiadas en la cotidiana actividad institucional. La opinión de la ciudadanía española respecto a los problemas del País Vasco se ve alimentada o por los viscerales tópicos antivasquistas de la Prensa de derechas o por el planteamiento gubernamental del tema vasco y de la autonomía en general, que viene inspirando las directrices culturales e informativas de los medios de comunicación del Estado. Los signos, del tiempo nuevo, que se presume de larga duración, y las ondas de la sintonía gubernamental han sido finamente percibidos por la Prensa liberal.Quizá no baste con atribuir tan sorprendente mutación y facilidad para los cambios de espíritu a la tradicional arbitrariedad hispánica, que hoy aclama y festeja las gracias del valido y mañana arrastra su efigie por la calle. Ni sólo a nuestros errores. Hemos visto a informadores que magnifican y se rasgan las vestiduras ante incidentes en nuestras instituciones autonómicas y locales -graves y hasta muy graves en algún caso, poco significativos normalmente- y que no han querido enterarse de la programación y ejecución de un asalto con mercenarios de una sede sindical regentada por heterodoxos. No se trata de ponderar la eficacia y la capacidad de integración de la política gubernamental de información; sí de sugerir la necesidad de que, en un clima de creciente conformismo, suenen voces minoritarias en círculos extensos; voces que tienen, sin embargo, amplio eco, creo que mayoritario, en el pueblo vasco.
Los que gobiernan el Estado parecen creer que la cuestión vasca es un problema coyuntural que se puede dilucidar con unos buenos resultados en unas elecciones generales o autonómicas y que, en cualquier caso, se ha de reconducir con una hábil utilización y manejo de las posibilidades niveladoras por lo bajo -de la descentralización- que ofrece el gran invento del Estado de las autonomías. Que nadie se llame a engaño: se trata de un problema político profundo y antiguo, que se arrastra al menos desde hace tres siglos.
No es demasiado significativo remontarnos al domuit vascones de los cronistas francos y visigodos, porque simultáneamente hay que referirse a la fructífera articulación de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya en el Reino de Castilla durante el Bajo Medievo y al despliegue autonómico de los territorios, junto al respeto al Estado navarro, durante los siglos XVI y XVII, bajo los Austrias. Sí es significativo para entender las cosas de nuestros días que cuando los Borbones instauran el Estado unitario en los comienzos del siglo XVIII, tanto los navarros como los restantes vascos pasaron a ser una excepción política, ciertamente incómoda, como lo acredita la denominación oficial de provincias exentas.
Que yo sepa, no se ha destacado el hecho de que el nacionalismo vasco es un fenómeno plenamente democrático y democratizador durante la II República, que apostó con firmeza por el régimen representativo en España. Contémplese la postura vasca en la guerra civil, las gestas antifranquistas y democráticas de sus grandes hombres públicos -Aguirre, Irujo, Landáburu, Ajuriaguerra-, su esfuerzo por mantener, codo a codo con los socialistas, un Gobierno vasco en el exilio, expresión de la última legalidad republicana e instancia de encuentro para recuperar el autogobierno. Nacionalistas y socialistas consideraban que un elemento esencial de la futura democracia española sería una genuina y, por tanto, generosa autonomía vasca.
Olvidos socialistas
Mucho han cambiado las cosas en seis años: parece ya casi de historiadores recordar que en las primeras elecciones de 1977 se constituyó el Frente Autonómico, una coalición electoral para el Senado entre PNV y PSOE. A esta iniciativa debía aludir Felipe González en una ráfaga pasajera de nostalgia de un pasado de entendimiento en las trincheras, en la cárcel y el exilio, cuando afirmó en Anoeta, en octubre de 1982: "Yo quiero volver a ser amigo de mis amigos". El nacionalismo vasco esperó en vano de sus socios electorales la realización de algún esfuerzo con objeto de que la Constitución del Estado llegase a contener una fórmula singular que hubiera permitido resolver una problemática específica y urgente. Ese esfuerzo no se dio: fuimos eliminados del consenso constitucional, perdíéndose entonces una de esas raras oportunidades que se presentan para superar un problema histórico. La Constitución quedó privada del asentimiento del pueblo vasco en el referéndum de 1978. El nacionalismo realizó, no obstante, un esfuerzo excepcional de integración política, pues no de otra manera debiera calificarse el acatamiento de la norma fundamental y el intento de transmitir al país la confianza de que quizá sería posible elaborar un Estatuto de Autonomía válido si mediaba un esfuerzo político de las fuerzas vascas mayoritarias.Propiciamos, en efecto, la integración fundándola en un Estatuto válido, que recogiera, al menos, unas exigencias mínimas, haciendo sacrificios y concesiones a la situación histórica y a un equilibrio de relación de fuerzas en Euskadi y en el Estado. Creimos ver ese mínimo en el texto consensuado por las fuerzas democráticas, posteriormente negociado en la Moncloa, ratificado por las Cortes y sancionado por el pueblo vasco. Ese texto tenía una significación precisa, una interpretación repetida muchas veces cuando íbamos dejando los pelos en la gatera de la negociación; es la significación que explicamos por todos los pueblos de Euskadi a nuestros afiliados y electores.
Es obvio que contemplamos entonces al Estatuto como un compromiso político de mínimos de quienes, aspirando a niveles de autogobierno mucho más profundo, se resignan con un gran esfuerzo en aras del pragmatismo y del posibilismo y conscientes de lo que realmente era la transición española a un régimen estatutario, contribuyendo así de forma decisiva a la estabilidad democrática del Estado. Existe una voluntad clara por parte del Gobierno vasco de cumplir con lealtad la letra y el espíritu de dicho compromiso.
En su formalización jurídica podrá encasillarse como se quiera nuestro Estatuto: desde luego no se trataba de una carta otorgada para crear una comunidad autónoma descentralizada, acogida con mayor o menor entusiasmo o desgana de los interesados, como ha podido ser el caso de otros estatutos aprobados.
Unitarismo hispánico
Una vez más se han puesto de manifiesto las dos maneras de superar el contencioso vasco. Nuestra vía, fundada en la personalidad cultural y política del pueblo vasco y en la voluntad de conservarla, y que requiere la redefinición de las bases de articulación política del pueblo vasco en el Estado. Es indudable que nos hallamos en un momento histórico en el que, si existiera voluntad política, las aspiraciones de autogobierno vascas podrían encontrar satisfacción a través de las vías que abren los elementos normativos originales que contiene el Estatuto de Gernika. Así lo creímos cuando recomendamos el voto favorable al Estatuto y nos comprometimos en su desarrollo.La segunda vía, ajena a nosotros, tiene grandes matices y diferencias. Un consejero de Educación y Cultura del Gobierno no puede permitirse, sin cuestionarse a sí mismo, la inclusión de un totum revolutum de todas las posiciones que no sintonizan con nuestras reivindicaciones. Hay una frontera definitiva que separa la dictadura y la democracia. Desgraciadamente, existen nexos, categorías de civilización, que impregnan posiciones alejadas en otros campos.
Existe una voluntad de recibir, ennoblecer y legitimar desde la izquierda las tradiciones del unitarismo hispánico; de dar curso legal, tras un ligero maquillaje, a la concepción tradicional de la cultura y del poder político. En esa concepción se quiere asentar el Estado de las autonomías, de esas referencias se nutre el concepto ideológico de la solidaridad y otros mots sacrés del nuevo régimen. Es obvio que ahí nosotros no cabemos, que ahí no tiene solución el problema vasco.
En el tránsito por esta segunda vía se produce el recorte del Estatuto vasco. Todo se vuelve claro: la LOAPA, las leyes orgánicas que recortan las competencias reconocidas en el Estatuto, las ofertas de transferencias rebajadas. En tal contexto se explica la espera para el establecimiento de un nuevo marco de transferencias, el del conjunto de las comunidades autónomas, más favorable por la identidad política entre el Gobierno central y la mayoría de los consejos de gobierno de las comunidades. El Gobierno del Estado se quitará de encima la carga de discutir y forcejear con los vascos: se ocuparán de ello las demás comunidades, satisfechas por las propuestas descentralizadoras, quizá consideradas excesivas, máxime cuando las colectividades territoriales no las han reclamado. El poder y la oposición pueden comenzar la celebración de la fiesta del Estado de las autonomías.
Nuestras protestas estatutarias suelen suscitar una reacción en cadena de todas las baterías políticas e informativas gubernamentales, a la que se suman los medios liberales ganados para la causa. Reconocemos que se trata de una respuesta poderosa, prácticamente incontestable.
Se nos viene echando en cara falta de respeto a la democracia cuando protestamos por las violaciones del Estatuto, desconocimiento del papel de las Cortes y del Tribunal Constitucional, falta de miramiento a los 10 millones de votos que respaldan la acción del Gobierno. Los constitucionalistas neutrales debieran hablar más de desarrollo estatutario y de la posición de las Cortes.
El acatamiento de las resoluciones del Tribunal Constitucional tampoco nos hace olvidar las zozobras y tensiones entre partidos para sacar adelante candidatos próximos. Nadie se tiene que sorprender de la quiebra de confianza que el Tribunal puede sufrir al ver las querellas entre el PSOE y AP, disputándose sus componentes. Lógicamente en esas disputas no aparecen los partidos vascos, pues este tema no parece ser incluido en las llamadas a contribuir a la gobernabilidad del Estado.
Sin menospreciar el valor legal político de la Constitución, tenemos una concepción de la democracia más compleja: en definitiva, la última fuente de toda legitimación democrática es la voluntad de una colectividad. Voluntad que no es abstracta o ciega en su expresión y que tiene en cuenta al manifestarse elementos muy diversos, propios de la situación histórica que cada pueblo vive. No pudimos ver recogidas nuestras aspiraciones de forma que pudiésemos sentirnos identificados con el texto constitucional; creímos poder reconciliarnos y encontrar puntos de conexión con la norma fundamental del Estado a través del Estatuto. La desnaturalización del Estatuto de Gernika obligaría al nacionalismo vasco a reconsiderar su estrategia política, puesto que necesitaríamos hallar nuevas vías democráticas para disponer de un modelo satisfactorio de autonomía política y de relación solidaria con todos los pueblos de España.
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