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Ortega, intelectual

En dos ocasiones distintas he intentado caracterizar la identidad y función del intelectual. En ambas he tenido in mente la figura de Ortega -entre otras, por lo demás escasas-. A mí modo de ver, Ortega encarna la figura del intelectual, y, al decir de él, se debió vivir como el epígono de la misma, como el canto de cisne de esa difícilmente definible silueta del intelectual que sólo podía darse en Europa, y hasta un cierto momento, por razones que yo creo ligadas a los límites del saber de entonces. Ortega tuvo esa premonición: que el intelectual, que había sido todo, había pasado a ser nada, devorado quizá por una época entregada a la acción por la acción misma. A poco de la muerte de Ortega, Rosa Spottorno me reprodujo sus palabras en ese sentido, de regreso al hotel, después de una conferencia de éxito multitudinario en Alemania: algo así como "a pesar de esto, el intelectual tiene ya poco que hacer en este tiempo". Figuras de intelectual son, mutatis mutandi, Max Weber, en Alemania; Croce, en Italia; Laski y Russell, en el Reino Unido, y, naturalmente, algunas más, no muchas más. Se trata de figuras transitivas, que trascienden de su profesionalidad concreta. Porque no es su profesión -y no me refiero ahora a la de intelectual, que no es profesión alguna, sino aquella otra que se vieron más o menos forzados a adoptar en el mapa distributivo de la división social del trabajo- la que les confiere identidad (¿quién reconocería la significación de Ortega en tanto que catedrático de Metafísica?), sino ese estatuto singular al que se adscriben ellos mismos y que viene dado por el nivel en que saben situar su pensamiento sobre cualquier aspecto, a veces, en la apariencia trivial de la realidad histórica que le es dado vivir. "Los profesionales son", decía Ortega desarrollando una tesis antes expuesta en su Mirabeau, o el político, "hombres ocupados; el intelectual, el preocupado". Y añadía: "El intelectual de que aquí se habla no es el escritor, ni el hombre de ciencia, ni el filósofo. Son estos nombres de oficio o profesiones, es decir, figuras sociales, perfiles públicos que el individuo adopta y que no garantizan lo más mínimo la autenticidad de una incoercible vocación intelectual en el hombre que los ejerce". La indefinición del intelectual, como se ve, viene dada por la marginación de su función respecto del conjunto de las funciones sociales perfectamente definibles.El intelectual, pues, se sitúa ante el objeto en un nivel lógico superior al de tales profesionales del arte o de la ciencia, artesanos éstos, a su vez, de tareas intelectuales; pero no intelectuales ellos mismos. Mientras lo intelectual de estos profesionales es adjetivo y el pesar es un instrumento del que necesariamente han de valerse para su operatividad, el intelectual funciona como sustantivo y convierte el pensar sobre lo que ha sido pensado en el objeto mismo de su tarea. Frente al lenguaje objeto del artista o del científico, el intelectual se sitúa en un lenguaje de segundo nivel, metalenguaje del primero. Naturalmente, no se minimiza la eficacia extraordinaria de muchos de estos artesanos en orden a sus logros científicos, tecnológicos o estéticos. Es más, frente a la elevación del pensamiento del intelectual y su ineficacia en el plano de lo concreto y singular, el profesional de que hablamos -el investigador, el artista, incluso el inventor- ofrece un racimo de logros muchas veces impresionante. De aquí que, en primer lugar, la figura del intelectual en sentido estricto haya desaparecido prácticamente, y desde luego su relevancia de antes, frente a la inmediata y tremenda significación actual de la ciencia y la técnica; y, en segundo lugar, que el intelectual, estéril en ese plano en que se sitúa el artesano de la ciencia y del invento, de la política o del arte, irrite tanto al profesional concreto, sabedor sin duda de muchos más datos, más informado de la particularidad que el intelectual mismo, pero, no obstante, carente de la visión abstracta y panorámica que el intelectual es capaz de ofrecer (a veces, incluso equivocadamente), en algún caso sin modestia alguna, en muchos con inusitada audacia y desparpajo.

En Ortega se dan tres rasgos -advierto que del mismo modo se podrían destacar algunos más- que caracterizan al intelectual por antonomasia:

1. La actitud básica intelectualizada ante la realidad (en sentido amplio), ante la circunstancia, y, por tanto, su rango magisterial.

2. La versatilidad de las tareas que se propone, concorde con la diversidad de objetos de que versa, y, en consecuencia, su diletantismo.

3. Su capacidad para un determinado y peculiar tipo de error.

En contra de lo que pudiera parecer, los puntos 2 y 3 no suponen un juicio negativo de valor: el primero de ellos es una condición inherente al propio oficio de intelectual; el segundo, una consecuencia.

La actitud intelectual

La actitud intelectualizada no es susceptible de ser aprendida; se posee, sin más. Luego me referiré a ella. Desde joven se le reconoció a Ortega esa actitud no sólo por sus coetáneos, sino también por figuras representativas de generaciones anteriores a la suya (Cajal, Unamuno, Baroja, Azorín, Machado) que asistieron a su aparición en el panorama intelectual español de su tiempo. Una actitud que se define por la posición que adopta ante una circunstancia concreta, merced a la cual la abarca y nos la ofrece en su predeterminación y en sus consecuencias. Actitud que parece constituirse en la condición fundamental del intelectual como persona, en detrimento incluso de otras actitudes vitales; de acercamiento inmediato a la circunstancia para su actuación en ella, para vivirla como protagonista de ella. Como en frase tantas veces reiterada decía D'Ors, el intelectual eleva la anécdota a categoría. Una actitud de esta índole, cuando además se practica con carácter público, es la que justamente le confiere el rango de un magisterio. El intelectual, en efecto, es magisterial o no es intelectual. Y quienes lo aceptan pueden conferirle una categoría profética desmedida hasta hacer de él un esperpento idolatrado. Por el contrario, aquellos que de ninguna de las maneras están dispuestos a adjudicarle su significación directriz, los que se niegan racionalizadamente a admitirle cualquier rango magisterial, lo agredirán como no se agrede, en el plano intelectual, a ningún otro. La importancia de un intelectual en el plano social puede calibrarse -una manera como cualquier otra- por la cuantía de las agresiones de que llega a ser objeto, una de las cuales consistirá en intentar su descalificación precisamente como intelectual.

Una actitud básica, cualquiera que sea y no necesariamente esta de que hablo, es, para decirlo con un vocablo hoy en desuso, de carácter existencial. Se quiere decir con ello que sirve de soporte a las actitudes restantes que componen los concretos comportamientos sociales de cada cual. Una persona tan escasamente proclive a hablar de sí misma como Ortega (y cuando lo hace manifiesta una vez más su talante intelectual), lo reconoce respecto de sí mismo. No es una impúdica manifestación. Ortega estaba muy lejos de la modestia como retórica, es decir, como mentira. En el prólogo a sus Obras completas dice: "Mi vocación era el pensamiento, el afán de claridad sobre las cosas". Y añade estas palabras, en las que justamente se adscribe la función magisterial en el seno de la sociedad española, reconociendo la íntima convicción a que responde, sin importarle que pudiera herir la susceptibilidad de muchos: "Acaso este fervor congénito me hizo ver muy pronto que uno de los rasgos de mi circunstancia española era la deficiencia de eso mismo que yo tenía que ser por íntima necesidad".

1 La actitud intelectualizada se diferencia nítidamente de cualquier otra; la del investigador, por ejemplo, y más aún de la del hombre de acción, arquetipo del cual es, para Ortega, o un Mirabeau, o, en otro orden, el capitán Alonso de Contreras. Tomemos un ejemplo: la historia. Hay quien hace la historia (El Cid, el movimiento obrero, la burguesía; en suma, el sujeto, singular o plural, que sea); hay quienes narran la historia (el cronista, el historiador, incluso el periodista); hay, por último, quien teoretiza la historia, y éste es el que en verdad acierta en la actitud intelectual, en la medida en que la reflexión puede ser válida (o no serlo) con independencia del contenido singular del hecho histórico. Ortega consideraba prácticamente inconciliable la actitud intelectual con cualquier otra (la del político, la del hombre de acción, la del investigador). A mi entender, tiene razón. La actitud intelectual es esterilizante respecto de lo concreto; su ámbito es el concepto, y son, en cierto sentido, incompatibles una visión generalizada con una acción particular. De alguna manera, la relación sería análoga a la existente entre el gramático y el hablante. La sintaxis paraliza el habla: o se opta por la gramática o se opta por hablar. "La preocupación (intelectual) extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad", dice Ortega. Puede pensarse en la posibilidad de actitudes alternantes. Pero, sin descartar que tal vez en alguna excepcionalidad sean factibles, sin dejar de reconocer que, por mi parte, estoy acomodando la realidad a la exageración del esquema, parece fuera de duda su fundamental incompatibilidad.

Diletantismo del intelectual

La versatilidad y diletantismo del intelectual son consustanciales con su quehacer. Si el objeto del intelectual es la dilucidación de las connotaciones de la realidad circunstancial e histórica, el hecho de la movilidad de esta última requiere la constante disponibilidad del intelectual para preocuparse de ella. No doy, pues, al vocablo diletante la despectiva acepción de aficionado cuando la aplico al intelectual propiamente dicho. El aficionado usa de todo aquello a lo cual tiene afición; el intelectual, no. Se limita, como he dicho, a teoretizar sobre los tales usos que los demás practican. En Ortega esta versatilidad alcanza un grado no parangonable con ningún otro intelectual de su tiempo ni de etapas anteriores a las de él. Es posible que, en la medida en que no es factible ac-

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Ortega, intelectual

Viene de la página 9tualmente abarcar ni siquiera el repertorio de todo lo que denominamos el saber de hoy día, una versatilidad como la de Ortega no se pueda dar de ninguna de las maneras. El repertorio temático de Ortega, con la curiosidad y sensibilidad de quien se siente inmerso en el tema de que se ocupa, es tan enorme que uno adquiere la convicción de que en modo alguno pudo lograrse merced al tiempo dedicado a saber en sentido estricto sobre cada tema en particular, sino a la adopción de antemano, a las primeras de cambio, de una posición que le permitía decir lo esencial sobre aquello que, aunque fuera parcialmente, conoce. Ortega no fue, claro está, físico, ni crítico de arte, ni historiador, ni experto en cetrería, ni historiador de la literatura, ni desde luego político en el sentido usual del término. Ortega fue -digámoslo como algo obvio, aunque quizá trasnochado- un pensador.

La versatilidad del intelectual, cuando coexiste, como en el caso de Ortega, con la profesionalidad del filósofo, se constituye en una condición intrínseca opuesta al sistema. No puede haber sistema en un intelectual por la sencilla razón de que la dirección del pensamiento no la marca el esquema preexistente -algo que pudiéramos homologar con una determinada concepción del mundo-, sino, ante todo, la circunstancialidad. Naturalmente que siempre se posee un esquema preconcebido desde el cual interpretar la realidad, pero, en todo caso, el intelectual piensa sobre las cosas; lo que aplica a ellas es su método, más que ese esquema previo interpretativo. Quien lee a Ortega desde sus primeros escritos debe estar advertido de su capacidad para ser sorprendido, algo muy distinto de aquel del que ya sabe por dónde va a salir cualquiera cosa que sea lo que le haga meditar. Es cierto que este resultado sorpresivo es dado siempre mediante raciocinios que lo hacen, al fin, 1 evidente, como si Ortega nos hiciese caer en la cuenta de algo obvio y que, sin embargo, habíamos inadvertido. Pero no por eso la carambola deja de provocar nos la sorpresa. Es, por otra parte, una táctica habitual en él el que muchas cosas esenciales sean ofrecidas corno pensamientos marginales, accesorios, surgidos al toque del tema fundamental, como cuestiones simplemente insinuadas a "las que habría que volver", como suele decir reiteradamente. La cuestión decisiva, expresión de la actitud intelectual, es no dejar pasar la realidad sin que dé su veredicto acerca de por qué pasa y qué puede pasar a continuación. El compromiso del intelectual, pues, del mismo modo que el artista lo tiene con su obra y el científico con su investigación, es con la realidad en tanto objeto a interpretar.

Existe diferencia entre el diletantismo en el sentido usual, disvalorativo, y este que aquí damos como característica del intelectual. El intelectual no es un aficionado que hace física e historia, y toca el violín, y hace arqueología en los fines de semana, y escribe su novela en los meses de verano. El intelectual debe su presencia al hecho de saberse mantener corno no protagonista. Gracias a ello, por eso de no ser hacedor de cosas, puede quizá tener noción precisa de la trascendencia de las que hacen los demás. Porque la capacidad creadora no tiene que marchar necesariamente pareja con una conciencia aguda de la significación de lo creado. Un pintor no tiene por qué ser, ni en esbozo, historiador del arte, ni desde luego sociólogo del arte: basta simplemente, y ya es bastante, con que pinte, a ser posible como nadie pintó. Cualquier creador, por estar inmerso en la aventura experimental, carece a veces, de una exacta visión perspectiva, que el intelectual, en tanto mero observador, sí puede poseer.

El error del intelectual

Y, sin embargo, el intelectual está necesariamente abocado a equivocarse (no siempre, naturalmente). Ese compromiso del intelectual con su realidad, a la que no se limita a describir -eso sería fenomenología-, sino a la que interpreta desde su atalaya y desde la que anuncia la realidad por venir, ha de conducirle en muchas ocasiones al error. Quien se limita a dejar pasar la realidad, quien no se pregunta por qué ocurre y qué habrá de ocurrir con posterioridad si no se hace esto o lo de más allá, ese no yerra, desde luego. Cuando, por el contrario, alguien hace su interpretación de la realidad de hoy, implícitamente se interroga cómo hacer para que el mañana sea como debiera ser. El intelectual no sólo se advierte a sí mismo, sino que pretende en todo momento advertir a los demás, y en ello reside ese rasgo profético de que muchas veces parece revestirse. Pero esto es posible si el intelectual sabe todo lo esencial sobre esa realidad y no sólo que aprehenda la realidad como un todo, porque en esto último radica la ilusión óptica que en ocasiones él mismo se fabrica. Saber lo esencial, lo determinante de una realidad es tarea en extremo difícil; sus variables no son susceptibles de aprehensión hasta el punto de que se nos pueda ofrecer lo predictible. La realidad social, captada en aquellos momentos de ella que habrían de tener rango histórico, decididores de nuestro futuro, ésta de la que justamente se ocupa el intelectual, posee, por bajo de su estructura manifiesta, una estructura latente, causal y motivacional. Ésta es la que es obligado captar si se pretende dar, por un lado, lo que tiene de predeterminante y, por otro, sus efectos y posefectos. Éste es el punto siempre en donde el intelectual yerra. Porque no es una cuestión de más o menos inteligencia la que hace posible o imposible el insigh fundamental, sino de los datos seleccionados, de selección perceptual, como dicen los psicólogos, cuyas motivaciones vienen determinadas por toda la serie de vectores que han provocado la situación personal en que el intelectual se encuentra dentro del conjunto social. La selección perceptual se caracteriza tanto por lo que se denota cuanto por lo que se deja de denotar en una totalidad dada en la cual está comprometido el propio sujeto de la percepción. ¿No es escandaloso que un intelectual dejara de ver -es decir, que alucine negativamente- lo que tenía ante sus ojos y que resultó a la larga lo históricamente esencial? Resulta demasiado fácil acertar cuando la realidad ulterior es la que se encarga de mostrarnos inequívocamente qué fue lo decisivo en la realidad precedente para que la de hoy esté constituida tal y como está. Profetizar el pasado: sólo los tontos se regocijan en el ejercicio de esta función. El error del intelectual, a veces estruendoso, proviene del hecho inevitable de ser al mismo tiempo sujeto social e intérprete. No han faltado quienes comprenden el error del intelectual como reiterada expresión del castigo bíblico de aquellos que, en su soberbia, pretendieron abarcar demasiado, ser como un dios.

Llegado el instante del error, que su adversario anhela, el intelectual atrae sobre sí toda suerte de denuestos. Frente al respeto que merece el científico, el investigador paciente y abnegado -que nunca saca los pies del plato, sino que en todo momento está para servir-, al intelectual se le encuentra, ahora que yerra, el pretexto justificado para denostarle y marginarlo. Inútílmente, porque en el fondo ellos se saben sin razón para lograrlo. El intelectual, claro está, se equivoca y, hay que decirlo, equivoca a los demás una o muchas veces. Pero el error del intelectual, el error inevitable desde la lógica de la realidad social, no es nunca, en él, prueba de ininteligencia. Ni su error es capaz de ocultar el talento ni es una tontería. Es una inteligente y, muchas veces, patética equivocación.

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