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Memoria de un profesor

Vieja adolescente -medio siglo de sucesivas adolescencias a las espaldas-, curiosa, capaz de mirar siempre con el mismo asombro el mundo en que vive, pero incapaz de juzgarlo; quien escribe estas líneas no se ha sentido nunca profesora en materia alguna y quizá por eso, porque se siente eterna aprendiza de escritora, eterna aprendiza de ama de casa, de madre, de vagabunda que recorre el mundo sin saber más idiomas que el español castellano -y aún tiene que aprenderlo de nuevo cuando regresa a España, porque el idioma evoluciona en cada una de sus ausencias-, quizá por eso guarda intacta la admiración a los profesores. Los de enseñanza media sobre todo: los de la adolescencia en que descubrieron -me descubrieron- un camino entre las posibilidades de la encrucijada de la personalidad.En este año de 1983, en el mes de enero, me llegó un artículo publicado en el Diario de Las Palmas por Manuel González Sosa. Un artículo en que se recordaba esa primera adolescencia mía en la isla de Gran Canaria cuando fui alumna en el único instituto nacional que había entonces en la isla: el Instituto Pérez Galdós. González Sosa -periodista- hace un comentario a una breve biografia que en la Editora Nacional ha publicado mi hijo Agustín Cerezales. El periodista amplía la lista de los profesores de Literatura que tuve a lo largo de los siete años de mi bachillerato -un sistema cíclico sobre siete asignaturas básicas, era el que había entonces-, profesores, según González Sosa, que descubrieron el comienzo de mi vocación de escribir. "Uno de ellos guardó siempre, como9ro en paño, un ejercicio escolar de quien por entonces era alumna de quinto curso de bachillerato. Es el texto que ofrecemos a continuación...".

No he olvidado a mis profesores. La fecha de mis 15 años tan inquietos como los de todos los quinceañeros del mundo me dieron la clave del nombre del profesor que guardó mi redacción. Se llamaba Juan Velázquez; Juanito Velázquez para sus íntimos. Don Juan Velázquez, para nosotros, sus alumnos. Nunca tuve ocasión de darle las gracias por el montón de semillas de entusiasmo que sembró en nosotros, pues ese ejercicio de redacción, junto con los de otros compañeros que prometían ser escritores -y lo fueron, como María Dolores de la Fe, Pedro Lezcano, Sergio Castellano, Ventura Rodríguez...-, se encontró después de su muerte. ¿Pensábamos nosotros, los chiquillos quinceañeros bulliciosos, inquietos, burlones, en la cantidad de horas que fuera del horario de las clases nos dedicaba Juan Velázquez? El desvelo y el desinterés que nos daba el profesor sólo puedo apreciarlo ahora. Sólo puedo verío en ese ejercicio de redacción publicado en el Diario de Las Palmas. Hay cierta rabia, cierta envidia, cierta incomprensíón hacía los profesores que se desearía ver encerrados en jaulas de funcionarios durante ocho horas seguidas y no "perdiendo el tiempo alegremente" en sus casas, en bibliotecas públicas o, incluso, en rincones de un café si su situación no permite otro lugar de intimidad, para corregir y clasificar los trabajos de los alumnos y para preparar las que deben ser siempre nuevas y siempre interesantes clases de Literatura o, de cualquier otra materia. ¿Pierden el tiempo los profesores? Sí, el tiempo de su vida particular, el que podrían de otra manera, con otro oficio menos duro, emplear en la familia, las amistades, las aficiones culturales o deportivas. Juan Velázquez pasó el curso perdiendo el tiem

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po de su vida particular, de su descanso, pero no el que a nosotros nos dedicaba... La biblioteca en el instituto no existía. Según me informan, tampoco ahora existen en los institutos de nuestro país esos lugares necesarios, imprescindibles, me parece a mí, en que con libros de consulta a mano y silencio absoluto, el profesor pueda preparar clases y evaluar los ejercicios escritos de los alumnos. Juan Velázquez -lo veo en ese pequeño ejercicio escolar que ha publicado el Diario de Las Palmas- se molestaba en buscar libros.

Nos leía -nos dictaba- párrafos (ya que no era posible que todos tuviésemos libros a propósito en nuestras casas) de los comentarios de profesores críticos corno Ortega y Gasset y Juan Chabás, por ejemplo, sobre la materia de autores modernos que estábamos estudiando. Sobre la novela en general nos presentaba los puntos de vista amplios de varios autores. Los novelistas que estudiábamos sí que eran lectura obligatoria. Juan Velázquez fomentaba la solidaridad entre los compañeros que tenían biblioteca en su casa con los que no la poseían; el préstamo de libros necesarios que el instituto no podía hacernos, porque, desgraciadamente, el instituto no tenía la necesaria, la imprescindible biblioteca circulante que a mi entender debe ser obligatoria. Pero en España los edificios nuevos de los nuevos institutos, tampoco tienen biblioteca, tampoco tienen libros de consulta para profesores y alumnos. El día en que esto suceda -como sucede en países más ricos (crematística y culturalmente más ricos)-, qué alivio para los profesores será tener marcadas las ocho horas fijas de funcionario dentro del mismo instituto.

Corregir en las horas sin clase, y evaluar los trabajos de los alumnos sin tener que hacerlo aprovechando los ratos libres fuera del local, fuera de la cháchara desocupada (y desocupada por estas mismas razones) de otros compañeros.

Ya se habla, ya se comenta, la necesidad, concedida a título forzoso, de la permanencia dentro de los institutos de todo el profesorado durante ocho horas diarias, como cualquier trabajador, porque un buen profesor en estos tiempos y en todos no puede contar sólo como trabajo el tiempo que dedica a los alumnos en clase. Ya se habla de eso. Pero se enfoca como un corte al abusó dé los profesores que en su horario tienen horas libres de clase y se van a "disfrutarlas alegremente" fuera del instituto. Alegremente, en esa libertad pueden los profesores seguir trabajando... Ninguno de ellos, que yo sepa, emplea ocho horas de trabajo. Emplean muchas horas más. Ése es el abuso. Tienen su vida particular, pero mientras no se establezca una costumbre de esclavitud perpetua también a eso tienen derecho. Pueden organizar esa vida como les plazca fuera de horarios y quizá abusan de sus fuerzas robando horas al sueño. Cuando se establezca el horario inflexible de encierro en el instituto, si hay medios en él para el trabajo, los profesores serán liberados del desorden. Darán sus horas de trabajo com unes a todos los funcionarios y nada más.

Pero, ¿qué pasará si esa orden llega en un país donde los institutos no tienen bibliotecas ni libros de consulta a mano?

Ocurrirá, sencillamente, que los profesores perderán la vida, serán víctimas de unas horas inflexiblemente carcelarias, inaprovechables. Y después de esas horas, ¿puede exigirse a un ser humano que sea más esclavo que cualquier trabajador del mundo?

¿Puede exigirse que hagan todos votos de castidad, que no se ocupen de su familia, de sus expansiones de ciudadanos particulares... Y que si no quieren morir de sueño aprendan a hacerlo de pie como las cigüeñas en cualquier rincón del instituto cárcel?

Si a los profesores les pagan para que estén presentes en el instituto -en cuerpo, aunque no en alma-como los presos castigados por graves delitos, jamás podrán dar clases como las que nos daban los profesores de mí adolescencia. Jamás quedará huella de esos profesores en la formación de los alumnos: el programa del curso se encogerá, la calidad de la enseñanza estatal no podrá competir con la de los colegios que sí tienen medios de estudio para la preparación de clases de sus profesores. Se volverá a crear el elitismo de los colegios de pago. Yo espero que eso no ocurra nunca. Yo espero, por el contrario, que rápidamente puedan reunirse los fondos estatales necesarios para que las buenas bibliotecas instaladas en los institutos y la compra de todos los libros necesarios al profesorado no sólo ahorren gastos a los profesores, sino tiempo y energía, para que la eficacia, la cultura que pueda recibirse en un instituto, sea como hasta ahora lo es (al menos por la particular vocación, la abnegación, la dedicación de los profesores) igualmente repartida en los alumnos de centros estatales que en los más ricos y más inaccesibles colegios particulares.

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