La Campsa, antes y después
LA REFORMA de la Campsa y su sustitución como distribuidor monopolista de gasolina y otros derivados del Petróleo por una sociedad anónima con capital público y privado es una de las raras medidas adoptadas por un Gobierno español con vistas a nuestra incorporación a la CEE. La estructura de distribución primaria de hidrocarburos en manos de la Campsa no se ajustaba a los principios del Tratado de Roma, y su desaparición repentina o su rápida modificación, en un período transitorio relativamente corto, habría cogido a nuestros refinadores, públicos y privados, un poco a contrapié frente a los refinadores europeos, más acostumbrados a la libertad de mercado.Este peligro, por otra parte conocido desde hace tiempo y demorado de modo incomprensible durante el mandato del anterior ministro de Industria, ha empujado el proyecto de crear una gran sociedad anónima que se haga cargo de la distribución primaria de derivados del petróleo. El sector público dispondrá de un 58% del capital de la nueva sociedad. Al INH le corresponde el 16% de este porcentaje, y el resto del mismo, a las empresas públicas refinadoras. El otro 42%, se ha suscrito por los refinadores privados.
El cambio de titularidad jurídica implica que las compañías europeas usuarias de nuestra red primaria de distribución deberán pagar por su utilización o efectuar inversiones alternativas para transportar sus productos. Este canon concede una ventaja comparativa a las refinerías ya instaladas que utilizarán la red recién adquirida.
La negociación entre el Estado y los refinadores privados para la construcción de la nueva compañía se ha concluido en un tiempo récord. El interés de las dos partes era manifiesto. Los refinadores tenían las prisas naturales por constituir un sistema defensivo frente a los potenciales competidores europeos. El Estado, a través del INH-Campsa, conseguía un cambio de titularidad que le permitía, sin embargo, seguir manejando los hilos de la distribución.
En la constitución de la nueva sociedad había dos puntos de compleja solución. El primero se refería al valor de los activos propiedad del Patrimonio (oleoductos, petroleros, estaciones de descarga; en definitiva, los diversos componentes de la red de distribución primaria), usufructuados por la Campsa, y que deben ser naturalmente adquiridos por los nuevos dueños. La constitución de la nueva sociedad supone que se ha debido producir un acuerdo sobre su valoración y forma de pago. El otro punto controvertido corresponde a la red de distribución al por menor: las gasolineras. Los refinadores privados querían el máximo de libertad para su instalación y explotación. El INH -cuya presencia en la sociedad es una prueba de persistencia a toda prueba de un pasado intervencionista- ha logrado mantener el monopolio de establecimiento y condiciones de venta. Las compañías privadas o las públicas no dispondrán de sus propias gasolineras. Así pues, no competirán en calidad, servicio e incluso en precios para atraerse la mayor clientela posible.
No es ningún secreto para el automovilista el escaso número de gasolineras instaladas en España. El pretexto normalmente barajado es el de que las gasolineras no son rentables y la Campsa debía cuidar su rentabilidad. Como los monopolios estatales están al abrigo del Servicio y del Tribunal de Defensa de la Competencia, los mecanismos de defensa del consumidor no han tenido ninguna posibilidad de actuación. La consecuencia es que durante los años de gran desarrollo, y también en este largo período de paro y estancamiento que atravesamos, pero con un continuo incremento del parque de automóviles, no se han autorizado prácticamente nuevas estaciones. La secuela natural es una desatención cada vez mayor hacia el cliente.
Los refinadores privados tienen derecho a preparar sus marcas para cuando lleguen tiempos de mayor competencia y, al tiempo, ir tratando de ganarse una clientela adicta y satisfecha. En un país como Francia, cuyo mercado de distribución es el más intervenido de la CEE, se está produciendo un fuerte movimiento en favor de una mayor libertad de precios de los carburantes: los grandes supermecados (el 20% de la distribución total) venden el litro de gasolina entre dos y tres pesetas por debajo del precio autorizado. El usuario español, que paga un elevado precio por una gasolina con un altísimo componente de fiscalidad, no debe sufrir los inconvenientes de una distribución al público en régimen monopolístico de hecho. Pero de momento su gozo se ha ido al pozo: el INH ha logrado conservar el poder de concesión de las gasolineras y conseguir que, en este capítulo también, el continuismo venza al cambio.
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