Los muertos de Palomeras
Eran noches de un régimen en que los muertos no existían. A lo sumo, un herido de pronóstico reservado en accidente de tráfico. Conseguir en cuerpo y alma un muerto vivo, un muerto tangible, un muerto con nombres y apellidos, con familia, profesión y domicilio, con rostro y manos, era poco menos que imposible, porque no pasaba nada, nada digno de mención. Un muerto podía ser el revulsivo testimonio desvelador de las realidades ocultas, de las patologías sociopolíticas del país. Así es que no había muertos. Los juzgados amontonaban diariamente denuncias, hechos dramáticos, trágicos, pero, a lo sumo, los bomberos habían intervenido para retirar los escombros de un trozo de alero caído sobre la calzada.De modo que aquella tarde, los disparos que reventaron vidas en un angosto patio entre casas, aquellas casas bajas de Palomeras, llegaron a los oídos de los periodistas, a pesar de los filtros en hospitales, casas de socorro, cuartelillos, comisarías, juzgados y otros puntos de control del bullir ciudadano, habitualmente distribuidos desde el parco despacho de información de la DGS, centro catalizador de vivos y muertos.
Fue por una tontería, o algo así. Por una discusión. Por la pelota que un niño tiró a otro niño. Por una cosa de nada. Por un patio estrecho. Por unas casas bajas, cobijo, refugio, casi guarida, decían que hogar, de muchas familias que pasaban hacinadas por la vida, engarzadas en la total falta de intimidad, en una exasperante tensión. Por una bobada.
Uno de ellos agarró una escopeta y aulló como una fiera y apretó el gatillo varias veces. Mató a los suyos y a los del vecino. Una matanza en un patio de apenas cuatro metros cuadrados, de suelo de cemento, con un orificio en algún punto, sumidero para desagüe de lluvias y meadas de los guachos.
Con aquellos muertos supimos lo que era Palomeras. Supimos también del arranque del movimiento ciudadano, de aquellas asociaciones de vecinos. Supimos parte de lo que se nos ocultaba.
Con fuerzas sacadas de lo más hondo de su terrible alejamiento de los elementales índices de un habitat digno, Palomeras llegó a ser una de las primeras comunidades urbanas que reivindicaron su derecho a participar en la gestión de su vida ciudadana. Y Palomeras hizo algo insólito a la luz de aquellas noches oscuras de muertos inexistentes. Hizo su propio censo.
Porque, además de mostrar que tenía muertos, también quiso demostrar que tenía vivos, que todos los pobladores de Palomeras, llegados desde el dolor de la inmigración al extrarradio de la extraña, monstruosa y dura capital de un reino sin rey, eran seres humanos vivos y no sólo seres fantasmales objeto de especulación y explotación. Y se hizo el censo de Palomeras. Ellos lo hicieron.
Cada uno de aquellos seres y todos juntos, en largas jornadas de entusiasmado recorrido de casa en casa, de calle en calle, para lograr el listado en papel que avalaba su presencia, su existencia, su exigencia.
Eran los primeros pasos para una vida más digna en la gran ciudad. Ha pasado una decena larga de años.
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