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La Monarquía y sus demiurgos

Es ahora, ahora precisamente que vamos a permitirnos incluso dar consejos, cuando conviene una vez más recordarlo: mucha gente aceptó en España la democracia por motivos antidemocráticos. Se era demócrata... porque así estaba mandado. Se aceptaba la soberanía popular porque así lo ordenaba el comité central, la asamblea episcopal o el cuartel general."Sois vuestros gobernantes", se le había dicho; "podéis hacer lo que queráis". "Muy bien", respondieron, "pues decidnos lo que hay que hacer". El franquismo había culminado de esa guisa en una generalizada adicción a la tutoría: al hábito de obedecer en vez de decidir, de tener principios en lugar de utilizar razonamientos, de hacer con fórmulas las veces de conceptos. Precisamente todo aquello que Kant denominó el estado de culpable incapacidad de los hombres. "Incapacidad, ya que supone la imposibilidad de servirse de la inteligencia sin la guía del otro; culpable, ya que su causa no reside tanto en la falta de inteligencia como en la de decisión y valor de servirse de ella sin tutela".

La teoría política más reciente ha tenido que reconocer, con todo, que de esta culpable incapacidad no se sale a golpe de luces, y nosotros hemos de reconocer igualmente que no hemos salido de ella, en España, sino a fuerza de factores tan diversos como contradictorios. Gracias a nuestra pasada lucha por la libertad y nuestro presente trabajo por la democracia, sin duda, pero también gracias al buen uso o canalización de aquellos viejos hábitos autoritarios y a la emergencia de factores nuevos: de nuevas clases medias integradoras, de un rey nuevo capaz de actuar como viático del cambio, y de una nueva izquierda capaz de orientar y culminar la operación sensatamente.

Algunos quisieran pensar que estamos donde estamos gracias al feliz encuentro de la necesidad histórica con la habilidad socialista, pero yo pienso que la historia es menos lineal o transparente -y por lo mismo, más interesante- El materialismo histórico, por ejemplo, puede haber influido quizá en el curso de la filosofía, pero no ha tocado significativamente el de la política, que aquí y en todas partes sigue moviéndose con y por móviles mucho menos racionalizables -que sigue siendo una palabra aparentemente lógica de un lenguaje de agresividades o fidelidades tan apriorísticas como irracionales-. Esto es la historia y lo demás son historias. O mejor, como dijo el mismo Kant, novelas: "Una historia hecha con arreglo a la idea de cómo debería marchar el mundo si se atuviera a ciertas finalidades razonables: parece que el resultado sería así como una novela".

Una novela, por lo demás, en la que la psicología se engarza directamente y sin intermediarios con la teología. Desde que Satán inauguró la historia del bovarismo (de quienes no se gustan por lo que son, sino que se quieren lo que no son) no hemos dejado de presenciar la historia de los magos que se querían demiurgos, de los demiurgos que se tomaban por dioses y de los dioses a quienes les daba por crear una facción monoteísta. Pero sí en lugar de novelas teológicas queremos leer, si más no, novelas realistas, hemos de cuidar de no confundir a los demiurgos, que actúan a partir de los elementos en presencia, con los dioses, que crean sus propios materiales. Lo que significa: la democracia se ha consolidado en España, qué duda cabe, gracias a una nueva generación progresista que supo pasar con naturalidad de las catacumbas a la mesa de negociación; que quiso jugar duro respetando exquisitamente esta mesa y consiguiendo cambiar el juego sin romper la baraja: una baraja trucada y marcada, si más no por cuarenta años de usarla sólo para hacer solitarios. Todo esto es verdad; pero no lo es menos que este cambio de régimen sin cambiar de país, este cambio de juego respetando la baraja, este golpe de timón que no quebrara la embarcación (aquí las metáforas pueden multiplicarse al infinito), sólo ha sido posible gracias a aquellos elementos estabilizadores que hicieron de marco o de cojín a la operación: unas clases medias como base social de la operación y un rey como dimensión simbólica -simbólica, que etimológicamente quiere decir esto: zurzidora-. El Monarca español ha representado así este elemento mítico -que hoy ya nadie, ni los más laicos o racionalistas, se atreven a despreciar- que zurcía o aunaba la imagen y la idea; que representaba la encarnación concreta de un proyecto abstracto; que establecía una sutura entre dos tejidos -entre dos períodos- de nuestra historia a la vez continuos y perfectamente contrastados.

Transformación de los dioses atónicos y autáctonos -de nuestro carácter y destino secular- por la sobreposición de los nuevos dioses aéreos y civiles: he ahí el proceso de la democracia desde Clístenes hasta hoy. He ahí, también, la estructura de nuestro milagro, con el que por una vez, y como deseaba Azaña, hemos conseguido que en la lucha ya secular entre nuestra constitución y nuestro carácter, según Sancho Quijano, "el carácter nacional haya podido sufrir con provecho una dulcísima violencia". He ahí, por fin, los ingredientes de la operación por la que nos preguntan nuestros hermanos de Latinoamérica: una base social que no se crea sin romper las estructuras oligárquicas y una base mítica que, aunque en parte podemos compartirla (en Chiapas los indios me han mostrado las cédulas del Rey de España como argumento para defender la propiedad de la tierra frente a los caciques), la verdad es que cada pueblo americano tendrá que descubrirla en su suelo, en su geografla o en su historia, entre sus hombres o sus liturgias. Una base que no puede ser la misma, pero que ha de cumplir el mismo papel que nuestra Monarquía.

Porque el reto que unos y otros hemos de afrontar es efectivamente el mismo, y cabrá decir que lo hemos superado el día que podamos responder afirmativamente a la insidiosa pregunta de Bernard Shaw: "¿Se podría hacer pagar impuestos a los ciudadanos o sacrificar las vidas de los soldados si conocieran lo que realmente sucede en vez de lo que parece suceder?".

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