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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Gobierno y la OTAN

A MEDIDA que transcurren las semanas, la perplejidad ciudadana en torno a las verdaderas intenciones del Gobierno de Felipe González sobre la permanencia o la salida de España de la OTAN van ganando terreno en la opinión pública, especialmente en aquellos sectores sociales que apoyaron al PSOE el 28 de octubre. Desde el poder, y desde el partido que le apoya, se suceden los mensajes contradictorios y las formulaciones ambiguas. Afirmaciones rotundas o plenas de radicalismo verbal en favor del abandono de la Alianza Atlántica se yuxtaponen a gestos inequívocos de apoyo a la política de rearme, como la comprensión por Felipe González de la teoría atlántica de la doble decisión, o de no entrar a discutir cuestiones fundamentales para la seguridad de nuestro país, ratificando sin un debate en regla los acuerdos sobre las bases americanas y rubricando la compra de los F-18.La hipótesis de que el Gobierno oculta a los ciudadanos sus propósitos o de que viene estableciendo una estrategia sibilina con un objetivo cierto es, a la vista de las contradicciones, cada día menos creíble. Más bien parece que el Poder Ejecutivo está sumido en un mar de confusiones y resulta incapaz de tomar una decisión. De una parte, los compromisos adquiridos por el PSOE, y personalmente por Felipe González, desde mediados de 1981 contra la integración de España en la OTAN resultan de muy difícil rectificación y tendrían -si se diera- un elevado coste electoral, ya que es un hecho objetivo que la opinión pública sintoniza ampliamente, al menos por el momento, con esa postura. De otra, algunas realidades internacionales que sólo se divisan desde la atalaya del poder parecen haber impresionado al Gobierno hasta el punto de hacerle revisar la corrección de sus iniciales planteamientos y sugerirle la sospecha de que habían ido quizá demasiado lejos, o en sus esperanzas o en sus promesas. La incoada campaña para hacer una especie de lote con la permanencia en la OTAN, por un lado, y la entrada en el Mercado Común y la recuperación de Gibraltar, por otro, pareció en su momento una manera de buscar salida al conflicto entablado entre la lealtad al programa electoral socialista, la conciencia de que la opinión pública española es adversa a la Alianza y el temor -racional o exagerado- a que nuestra salida de la OTAN pudiera desencadenar en este momento una crisis que amenazara la estabilidad del sistema democrático, las posibilidades de relanzamiento de nuestra economía o hasta la seguridad de nuestra frontera con el reino de Marruecos.

El anuncio hecho en Washington por Felipe González de que el referéndum sobre la OTAN se celebrará en la primavera de 1985, puso final a las elucubraciones sobre el aplazamiento de la consulta. Sin embargo, no es frecuente anunciar con tanto tiempo -y sin mayor razonamiento para ello- una consulta de esa envergadura, y así resulta que se está crispando ya a la opinión pública sobre la eventual respuesta a una pregunta que no se sabe cómo va a ser, en qué circunstancias se va a realizar y desde qué presupuestos legales se va a plantear. La elección de esa distante fecha contribuye, así, a mayor confusión y desconcierto. El calendario escogido concede al Gobierno un dilatado plazo para perfilar el referéndum y precisar su postura, pero la argumentación de que el referéndum no se hace antes porque los próximos meses van a ser escenario de una excepcional agravación de las tensiones internacionales es del todo absurda. Por desgracia, la primavera de 1985 puede ser tanto o más conflictiva en el mundo que el otoño de 1983 o el verano de 1984. Y la apuesta a favor de un cambio radical de la política exterior norteamericana tras las elecciones presidenciales del otoño de 1984 es una conjetura más que aventurada para servir de base a una decisión de Estado.

Se diría que ese aplazamiento por dos años de la consulta electoral se propone ganar tiempo, a fin de que el curso de acontecimientos internacionales, sobre los que España apenas tiene influencia, conceda al Gobierno la oportunidad de poder replantearse a si mismo, y al electorado, la cuestión de nuestra permanencia o salida de la OTAN. A decir verdad, si el Gobierno no alberga la más mínima duda sobre la decisión a adoptar en este terreno, carece por completo de sentido que el referéndum no se celebre de forma inmediata. El espectáculo de los socialistas deshojando durante casi tres años la margarita de sus alianzas militares no es, desde luego, Ia fiel imagen de "un Gobierno que gobierna". Si Felipe González y su equipo ministerial estuvieran indubitablemente decididos a promover como cuestión de principios, y contra viento y marea, la salida de España de la OTAN, el referéndum se habría celebrado mientras la euforia del 28 de octubre hubiese asegurado a los socialistas no sólo una votación abrumadora en favor de esa opción, sino la garantía de que el amplio respaldo-popular obtenido, que inevitablemente se ha de deteriorar en los próximos años, evitaría cualquier aventura involucionista en los poderosos sectores decididos a mantener a nuestro país en la Alianza, también contra viento y marea.

El Gobierno nada y guarda la ropa

A la vista de los hechos, se diría que el Gobierno, incapaz de salir de sus dudas y de resolver sus contradicciones, confía en que el paso del tiempo resuelva sus problemas. Quizá los agrave. A la espera de algún milagro, el Gobierno se dedica a nadar y a guardar la ropa, nutriendo el interregno con declaraciones ambiguas, susceptibles de interpretaciones contrapuestas y que no cierren, lógicamente, el camino a posteriores rectificaciones. Algunos concluirán que, al fin y al cabo, esto es hacer política. Sin embargo, la credibilidad de Felipe González en la sociedad española radica, en gran medida, en la extendida convicción de que esa forma de hacer política ni es la suya ni merece su aprobación.

Otro considerable factor del éxito popular alcanzado por Felipe González fue su enérgica crítica de la manera atropellada, imperativa y secretista en que Leopoldo Calvo Sotelo metió a España en la Alianza Atlántica. El actual Gobierno amenaza con adoptar técnicas semejantes a las empleadas por el último jefe del Ejecutivo centrista en el tratamiento de la OTAN, como si los ciudadanos españoles, legitimados para elegir una mayoría socialista en las Cortes Generales, fueran, en cambio, menores de edad a la hora de analizar y valorar nuestras opciones internacionales. En una reunión con el Grupo Parlamentario Socialista, Felipe González ha utilizado incluso un truco jurídico-formal tan lamentable como esgrimir la obvia diferencia institucional entre el Gobierno y su partido -o el partido y su Gobierno- para salirse por la tangente y anunciar la neutralidad del Poder Ejecutivo en la campaña. El argumento es un puro sofisma, ya que Felipe González es, a la vez, presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, de forma tal que la futura campaña de los socialistas y su recomendación de voto no sólo comprometerán políticamente al Poder Ejecutivo, sino que tendrán que ser decididas o aprobadas, en última instancia, por quienes ocupan simultáneamente los más elevados cargos de responsabilidad en el Gobierno y en la comisión ejecutiva del PSOE.

Criticable por razones intrínsecas, la indefinición del Gobierno de Felipe González sobre nuestra permanencia o salida de la OTAN corre, además, el riesgo de hacerse insostenible en función de las presiones externas, tanto de orden internacional como nacional. El prestigio de España no sale beneficiado con esta película de suspense cuyo gratuito argumento puede ser interpretado como confusión de las mentes o indecisión de las voluntades de quienes gobiernan. El regreso de Santiago Carrillo a posiciones prosoviéticas y el intento del PCE de sacar provecho de las ambigüedades socialistas sobre la OTAN está ya perjudicando notablemente a los socialistas. Si la postura final del PSOE va a ser apoyar la salida España de la Alianza Atlántica -y si es así, el Gobierno no tendrá otra opción-, tras dos años largos de dudas y misterios, los comunistas argumentarían haber arrancado al Gobierno esa decisión. Y si la actitud de los socialistas fuera, como algunos ministros parecen sugerir, defender nuestra permanencia como un mal menor, y más o menos condicionada o matizada, en la OTAN, habría que reconocerle al PCE el monopolio de la coherencia y la información durante ese largo período.

Felipe González, a su regreso de Estados Unidos, habló de la necesidad de que los españoles tengan información suficiente para poder decidir sobre nuestras alianzas militares. La primera información de la que los ciudadanos necesitan disponer es precisamente aquella que le debe proporcionar el Gobierno. La salida de la OTAN, organización a la que España pertenece con pleno derecho, y esto no gusta el Gobierno de aclararlo suficientemente, puede ofrecer problemas diferentes -y mucho más complejos y graves- de los que planteó la entrada. Los costes del abandono del Alianza Atlántica constituyen, sin duda, materia de análisis y valoración por el Gobierno. Las elecciones del 28-0 y los repetidos sondeos de opinión muestran que, manteniéndose las cosas iguales, existe una desahogada mayoría favorable a la salida de España de la OTAN. Las dudas por el Ejecutivo durante las últimas semanas dan pie para sospechar que hay razones que están llevando a un sector del Gabinete, según dicen encabezado por los ministros de Economía y Defensa, a intentar una rectificación de los compromisos electorales del PSOE. El Ejecutivo puede acertar o equivocarse en la apreciación y enjuiciamiento de esos costes, tanto por pusilanimidad ante los desafíos como por aventurerismo a la hora de despreciar los riesgos. Pero lo que resulta inexcusable, sean cuales sean los datos, los análisis realizados y las conclusiones, es que el Gobierno informe a los ciudadanos y tome una postura, nada neutral sino claramente beligerante, sobre los pros y los contras de nuestra salida y de nuestra permanencia en la OTAN. Es un deber moral, una obligación política y una deuda que tiene que pagar a su electorado.

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