Cataluña, en Valencia
DESDE QUE en 1933 el entonces presidente de la Generalitat, Francesc Macià, asistió en la ciudad de Valencia al solemne entierro de Vicente Blasco Ibáñez, muerto en el exilio, ningún presidente de la comunidad catalana había pisado la capital de la Comunidad Valenciana. Josep Tarradellas se entrevistó con el presidente Albiñana en Morella, en la frontera entre ambas comunidades, entonces preautonómitas, y luego en Alicante, pero nunca en Valencia, plaza fuerte de los blaveros anticatalanistas. Su sustituto, Jordi Pujol, fue simbólicamente arrastrado por las calles de la capital valenciana en forma de muñeco en el momento culminante de la agitación blavera, fomentada y protegida por la UCD local, para la que el anticatalanismo sólo resultó rentable a corto plazo.Pujol había reconocido en numerosas ocasiones que su visita a la Comunidad Valenciana era una de sus asígnaturas pendientes, pero siempre la demoró, a la espera de que se calmaran los ánimos. Sus precauciones pareícen plenamente justificadas tras los sucesos de ayer, si bien la contestación contra su presencia en la toma de posesión del presidente de la Generalitat valenciana no pasó de ser anecdótica, o, cuando menos, mucho menor a la que se hubiera producido hace un tiempo. Los que le abuchearon o tiraron huevos contra su vehículo eran pocos. Los diputados de la Unión Valenciana que abandonaron el salón de Cortes en señal de protesta por la presencia del presidente catalán no fueron secundados por sus compañeros de coalición, los diputados de Alianza Popular, herederos, en teoría, de las esencias blaveras que detentaron los amigos de Abril Martorell hasta ser borrados del mapa electoral valenciano. Pese a que los centristas solían argumentar en privado que si abandonaban las reivindicaciones de los grupos beligerantemente anticatalanistas (la bandera con la franja azul, la denominación de Reino de Valencia y la personalidad propia de la lengua valenciana) sería Alianza Popular quien las asumiera, lo cierto es que los hombres de Fraga se han, mostrado mucho más prudentes cuando les ha llegado la hora.
Por espectaculares y peligrosas que hayan sido sus manifestaciones de virulencia y agresividad, el anticatalanismo militante, potenciado con ocasión de las elecciones generales y municipales de 1979, ha sido siempre minoritario. El movimiento blavero está circunscrito en lo geográfico a la ciudad de Valencia y a los pueblos de su alrededor; en lo social, a los comerciantes del centro de la ciudad, y en lo político, a antiguos sectores centristas, apoyados, a la hora de las movilizaciones, por núcleos de la extrema derecha.
La visita de Pujol ha tenido lugar precisamente cuando los apoyos políticos a estos sectores radicalizados han disminuido. La polémica en torno a los símbolos no tiene razón de ser después del pacto entre PSOE y UCD que alumbró el Estatuto valenciano. El acuerdo entre socialistas y centristas tuvo la virtud y el vicio de no satisfacer por entero a nadie y de no disgustar completamente a ninguno de los sectores enfrentados. El Estatuto define como bandera la enseña de la ciudad de Valencia (la cuatribarrada pero con la franja azul), establece como denominación oficial la expresión Comunidad Valenciana (aunque cita también al Reino de Valencia y al País Valenciano) y determina que la lengua cooficial es el valenciano (variedad de la lengua catalana, según el propio Diccionario de la Lengua Española).
Las relaciones entre el líder nacionalista catalán y las autoridades valencianas son, a prior¡, más fáciles desde qué éstas son socialistas, pese a que, a nivel general, Pujol se entendiera siempre, mejor con los centristas que con el PSOE. Dejados a un lado los montajes o las ensoñaciones sobre ciertas ambiciones expansionistas de Cataluña al sur de Alcanar, la colaboración entre ambas comunidades puede ser muy fructífera, sobre todo en el campo cultural. Aunque Pujol no haya renunciado a los vínculos culturales y lingüísticos entre lo que en su círculo se denomina los Países Catalanes (Cataluña, Valencia y Baleares), tampoco pretende deducir de ellos ningún tipo de vínculo político, propugnado en Cataluña sólo por una exigua minoría. El idioma, la tradición cultural, la contigüidad geográfica y los recuerdos históricos hacen inevitable y deseable que las relaciones entre Cataluña y la Comunidad Valenciana alcancen mayor intensidad. Pero debe hacerse desde la cooperación y no desde la ambigua actitud de prepotencia que no pocas veces el catalanismo, o aun la catalanidad, muestra frente a Valencia o las Baleares. Por lo demás, los recelos centralistas sobre las negativas implicaciones de orden político de esa aproximación carecen de fundamento, y sólo pueden perjudicar al espontáneo y normal funcionamiento del Estado de las autonomías.
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