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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Expectación y bochorno ante un juicio

EL SEÑALAMIENTO casi simultáneo de la vista oral sobre el atraco al Banco Central de Barcelona, el asesinato de los marqueses de Urquijo y el salvaje atentado contra el bar madrileño San Bao (que originó un muerto y varios heridos) van a centrar el interés de aquellos sectores de la opinión pública que siguen con atención las actuaciones de los tribunales de justicia. El diverso contenido de los sumarios y las diferencias sustanciales respecto a las autorías reconocidas o los hechos probados impiden, en realidad, cualquier homologación que no se refiera a la expectación suscitada.La ocasión, sin embargo, resulta oportuna para recordar que la negligencia de las Cortes Generales a la hora de desarrollar el mandato incluido en el artículo 125 de la Constitución -según el cual, "los ciudadanos podrán participar en la administración de justicia mediante la institución del jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos que la ley determine"- mantendrá a la sociedad en el pasivo papel de espectadora de las decisiones de los expertos. La participación ciudadana en el jurado permitía vincular más estrechamente al poder judicial, contemplado muchas veces desde la lejanía, desde la desconfianza o desde el temor, con ese pueblo del que la justicia, según el artículo 117 de nuestra norma fundamental, emana. Posiblemente las 12 mujeres acusadas de prácticas abortivas que comparecieron ante la Audiencia de Valladolid preferirían ser juzgadas por hombres y mujeres de su misma condición, más capacitados para comprender las motivaciones y las circunstancias de la dolorosa decisión de interrumpir voluntariamente un embarazo. La ley del Jurado, prometida por el PSOE durante su campaña electoral, debería ser discutida y aprobada durante la actual legislatura.

El juicio sobre el asesinato de los marques de Urquijo, de cuya perpetración es acusado Rafael Escobedo, yerno de las víctimas, se presenta, por lo demás, rodeado del aura novelesca de aquellos sensacionales crímenes de sangre que eran prolijamente narrados antaño por las coplas de ciegos. La pertenencia de los asesinados a la alta sociedad, los vínculos de parentesco del presunto criminal con sus víctimas, las conjeturas en tomo a sus motivaciones, las historias sentimentales conexas y las sospechas de complicidades y protecciones de terceros parecen temas extraídos de un folletín por entregas. La sorprendente desaparición de los casquillos, prueba decisiva del proceso, en vísperas del juicio oral, aporta un nuevo elemento de misterio a la trama. Ahora bien, la morbosa atracción por las circunstancias colaterales del caso, que pueden influir deformadoramente sobre las opiniones a favor o en contra de la cupabilidad del procesado, no debería hacer olvidar que el fondo del asunto es un delito monstruoso que ha privado de la vida a dos indefensos seres humanos. La independencia de la acción de la justicia y la autoridad del tribunal para dictar sentencia tienen que ser defendidas, así, frente a los eventuales efectos inducidos por la expectación popular suscitada por el juicio.

La declaración de culpabilidad del procesado ante el juez de instrucción creó, en un primer momento, la sensación de que el enigma había quedado resuelto. Sin embargo, el artículo 406 de la ley de Enjuiciamiento Criminal, una norma de 1882 cuya depurada técnica jurídica, excelente castellano e inspiración humanitaria deberían servir de ejemplo a nuestros actuales legisladores, establece que "la confesión del procesado no dispensará al juez de instrucción de practicar todas las diligencias necesarias a fin de adquirir el convencimiento de la verdad de la confesión y de la existencia del delito". En cualquier caso, la labor investigadora de la policía y un informe pericial del Gabinete de Identificación aportaron al sumario una prueba de enorme importancia. Tras un cuidadoso rastreo practicado en una finca propiedad de los marqueses de Urquijo, donde se realizaban habitualmente prácticas de tiro, se descubrió un casquillo gemelo a los encontrados en el lugar del crimen, disparados todos ellos por la misma arma.

Sin embargo, la pistola con que se dio muerte a los marqueses de Urquijo nunca fue hallada. Posteriormente, el procesado rectificaría su declaración de culpabilidad y proclamaría su inocencia. Ahora, la desaparición de los casquillos, que no podrán ser aportados -salvo sorpresas de última hora- a la vista oral, escamotea el sustrato material de una prueba decisiva. Es de suponer que, ante este imprevisto hecho, los acusadores mantendrán la suficiencia de la prueba pericial recogida en el sumario, mientras que los defensores alegarán que la desaparición de los casquillos inculpatorios exige la sus pensión de la vista.

Rafael Escobedo esgrimirá en su favor el principio constitucional de la presunción de inocencia, contra el cual, como han señalado ya el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, no existe más contradicción que las pruebas. Una histórica resolución del Tribunal Constitucional estableció que el artículo 741 de la ley de Enjuiciamiento Criminal -según el cual, el tribunal dictará sentencia "apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio"- da por sentado que la apreciación en conciencia de los jueces tiene que referirse a pruebas realmente existentes y no puede ser interpretado como un cheque en blanco para avalar suposiciones desprovistas del respaldo de los hechos. Es indiscutible que la retractación del procesado, al negar en el juicio oral cualquier responsabilidad en el doble crimen, privaría de toda eficacia probatoria a su inicial declaración autoinculpatoria en el sumario. Así pues, la sentencia final dependerá en decisivo grado de la aceptación como prueba del testimonio pericial sobre los casquillos desaparecidos practicado por el Gabinete de Identificación y recogido en el sumario.

Por lo demás, la volatilización de los casquillos constituye, a la vez, un monumental escándalo, cuyo esclarecimiento es inexcusable y debe dar lugar a la exigencia de responsabilidades, y un síntoma de las deficientes condiciones en las que trabaja la Administración de la justicia. Varias son las hipótesis que pueden manejarse para explicar la desaparición de esa prueba del delito, desde su sustracción (y en tal caso, ¿por quién y para qué propósito?) hasta su extravío en las oficinas judiciales, pasando por su pérdida en dependencias gubernativas. Pero la conclusión sólo puede ser una: la bochornosa comprobación de que los servicios administrativos y los medios materiales y organizativos con que cuenta el poder judicial se hallan situados en España en un nivel tercermundista.

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