Vicio, inmoralidad y vejez
Cuando, hace muchos años, la frontera de España y Francia se marcaba más que ahora, a causa de grandes diferencias de costumbres, se decía que algunas señoras mogigatas y pudibundas de este lado la cruzaban y de San Sebastián o Fuenterrabía iban a Biarritz "a ver la inmoralidad". Así, como si se tratara de una visita o un espectáculo de pago. La inmoralidad estaba representada por algunos desnudos playeros. Es cierto que a los jóvenes españoles podía producirles cierta excitación orgánica el ver una porción de chicas rubias y guapas en paños menores o en maillot. Pero, salvo esto, la inmoralidad no aparecía con rasgos definidos, y menos a las damas. Creo que con el desconsuelo consiguiente de las que pensaban encontrar a Sardanápalo o a Heliogábalo a la puerta de las Galerías Lafayette o de la sucursal de La Samaritana. La inmoralidad es bastante recatada..., y hay que añadir que afortunadamente. Al menos, según la experiencia propia. El viejo se hace indiferente y sarcástico ante ella (eso me pasa a mí). Se la transfiere a los jóvenes y se queda tan tranquilo, pensando: .¡Ya verán lo que es bueno!". Mejor dicho: "¡Ya verán lo aburrida que es esa señora!". El momento de mi vida en que he estado más cerca de ella fue hace cosa de veinte años, en una playa del Sur que empezaba a estar de moda con estrépito publicitario. En los pueblos de los alrededores se contaban cosas tremendas de lo que allí ocurría, pese a la proverbial mogigatería del régimen; aunque es cierto que, por entonces, empezaba a relajarse y a ponerse también un poco en paños menores. Coincidió esto con la venida a casa de cierto famoso director de cine italiano con el que m¡ hermano había trabajado en México. Era un meridional vivo que tenía la idea de que el vicio es algo interesante de por sí: por razones distintas a las de las señoras que iban a ver la inmoralidad a Biarritz. Eran las suyas razones estéticas y literarias. Nos expuso, pues, el deseo de conocer los bajos fondos de aquel lugar afamado ya. Mi hermano realizó algunas averiguaciones, de las que sacó la consecuencia de que el antro de perversión mayor que allí había era un café de noctámbulos. Y a él fuimos cierta noche primaveral, en la que mejor hubiéramos estado en el jardín de casa disfrutando del perfume de las flores y del brillo de las estrellas. Hay que reconocer que el antro era oscuro y misterioso. Entramos a tientas y vimos que un pianista, completamente solo, tocaba algo monótono. "Es pronto. Habrá que esperar", nos dijimos. Pasó un rato y apareció una pareja nórdica en visible estado de embriaguez. El se sentó estupefacto y la chica, cogiendo al pobre pianista por el cogote, comenzó a cantar una melopea sosa en inglés gutural. Nuestro amigo italiano, admirador de las canciones fogosas de su ciudad natal, Nápoles, empezó a dar muestras de inquietud. Vino el camarero y con aire displicente nos preguntó: "¿Qué queréiz uztez?". Hubo un poco de discusión, porque no había nada de lo que queríamos, y el hombre se fue para servirnos lo que había, siempre hirsuto. Mas he aquí que la puerta de entrada se vuelve a abrir y tenemos la más rara visión del vicio y de la inmoralidad que cabe imaginar: una holandesa enorme de alta y enorme de gruesa, también completamente bebida, que llevaba en un cochecito a su pobre niño, tan gordo y tan grande como ella, que nos miraba con malos ojos. La holandesa se sentó con una sonrisa idiota. Era cliente y el camarero le sirvió rápido una enorme combinación alcohólica de color lechoso, que bebió con rapidez. Se quedó un rato estática y después, cogiendo al niño en sus brazos, amorosa y maternalmente, sacó una espléndida ubre como las de las Tres gracias, de Rubens, juntas, y le dio de mamar. El pianista seguía con sus melopeas y la chica seguía agarrándole del cogote, mientras su novio o pareja, observaba con visible satisfacción cómo mamaba el niño. Aquí terminó la encuesta. Porque nuestro amigo, todo sofocado, nos dijo: "iAndiamo, andiamopresto!".
Evidentemente, aquello no recordaba a Nápoles. Allí no estaba Santa Lucía (?), ni había un core ingrato, ni piodía pensarse en I´te vurria vassá (?). Aquello era un asco. Pero también vicio e inmoralidad. Nuestro amigo tomó un aire sombrío. Mi hermano le quiso distraer y yo pensaba, de vuelta a casa, en la noche estrellada y espléndida, en la borrachera que le iba a producir al niño su hambre inocente de leche materna. Creo que en mi vida he visto la inmoralidad más cerca y en forma más bestia: y asociando esta experiencia con las de la tierra familiar indicadas, comencé a construir la teoría siguiente: la inmoralidad es una cosa fea y sin importancia. Para que empiece a tenerla debe actuar la religión, que la magnifica y hasta cierto punto la dignifica. Porque las señoras que "iban a verla" a Biarritz en mi adolescencia pensaban encontrar, por lo menos, un cortejo de faunos, sátiros o centauros persiguiendo a ninfas y bacantes alocadas, y lo que encontraban era a algún anciano con perilla bebiendo su pernod en la terraza de un bar y otras cosas por el estilo.
El vicio también es algo sucio y chabacano. Pero a éste lo magnifican y enaltecen los artistas y los poetas, que nos hacen soñar cosas carentes de verdad. Y, en suma, los que tienen la mayor capacidad para magnificar la inmoralidad y el vicio son los pueblos meridionales: los españoles y españolas religiosos y los italianos artistas. Así, cuarido la inmoralidad o el vicio aparecen de verdad, entre ellos, pueden tener cierta gracia y atractivo. Pero en los nórdicos se muestran in puribus y, al final, los convierten en asunto científico: el problema sexual, el alcoholismo, el desequilibrio emocional.
Todo esto es objeto de discusiones y ponencias, conferencias, coloquios, simposios y otras ordinarieces por el estilo. Aburridísimo también. En suma, el que quiera seguir teniendo una idea respetable del vicio y la inmoralidad tiene que recurrír a la lectura de cosas tales como la comedia en que un fraile crea la figura de Don Juan, a un tratado de teología moral o a algún texto libertino italiano. Y a esta consecuencia sólo se puede llegar con la sabiduría de la vejez, si es que se llega. Mientras tanto, la juventud se droga y los economistas pueden estudiar el problema de mercados que esto supone.
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