En el aniversario de 'Paz en Galilea'
El 6 de junio de 1982 comenzó la invasión israelí de Líbano, bajo el pretexto de instaurar "la paz en Galilea". Si el fin justificase los medios, el acuerdo firmado el 16 de mayo de 1983 entre israel y Líbano, que regula la forma y condiciones para la retirada de las tropas israelíes del país del cedro, podría ser saludado positivamente, pues ha logrado no sólo la paz en Galilea, sino el fin del estado de guerra entre Tel Aviv y Beirut. Conviene recordar que desde el 23 de marzo de 1949 las fronteras entre ambos países no eran verdaderamente tales, sino una simple línea de demarcación del alto el fuego.Los medios empleados para llegar al acuerdo de mayo han sido, a nuestro juicio, harto reprobables. Bien claro lo hizo saber nuestro embajador en las Naciones Unidas, Jaime de Piniés, en las sesiones del Consejo de Seguridad de julio, agosto y septiembre de 1982. En este aniversario, ni siquiera por discreción diplomática se puede olvidar que el pueblo que sufrió el holocausto no ha condenado aún con la energía necesaria la actuación de algunos de sus dirigentes, que permitieron el holocausto de Sabra y Chatila. Las crueldades nunca tienen justificación, aunque sean respuesta o retorsión de otras. Dicho esto, que no debía ni podía ser silenciado, debemos examinar qué se puede hacer con esta paz frágil y amenazada que se ha vuelto a establecer en Oriente Próximo. Hay que apoyarla en tanto y en cuanto contribuye a que el Gobierno legítimo de Amin Gemayel esté en camino de recuperar su independencia, integridad y control de soberanía sobre todo su territorio. Tiene razón Siria cuando denuncia el acuerdo líbano-israelí como contrario a las resoluciones 508 (1982) y 509 (1982) del Consejo de Seguridad, pero una política realista no es compatible con imposibles, y la paz debe establecerse en las mejores condiciones que permitan las circunstancias. Así ha sido siempre en la historia, aunque no haya sido esta, precisarriente, una sucesión feliz de acontecimientos.
La denuncia de Siria puede ser argucia legítima para buscar, por su parte, una mejor baza negociadora. Siria, como Israel, ha confeccionado mapas con grandes ambiciones territoriales. La historia ha escarmentado, casi siempre, a medio o largo plazo, este tipo de ambición, que es un verdadero cáncer en el desarrollo constructivo y pacífico de las relaciones internacionales. Siria e Israel tenderán a combatirse, no por lo que les separa, sino por lo que les asemeja: el capital humano. Ni Síria ni Israel tienen petróleo u otros recursos minerales. Tienen, en cambio, hombres de una alta calidad que son rivales porque son actores de un drama en el mismo teatro.
En este estado de cosas, hay que dar paso al coro olvidado que estos divos utilizan según sus conveniencias dramáticas: los palestinos. No terminará la trágica. representación de esta larga ópera de Oriente Próximo hasta que el coro de los palestinos haya encontrado su adecuado espacio vital. Los palestinos llegaron algo tarde a esta atormentada historia. Fueron actores pasivos cuando el 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de las Naciones Unida,s legitimó la injusticia histórica de crear el Estado de Israel a sus expensas. La conciencia naciónal palestina se activa como réplica a la conciencia nacional judía que se tencarría en el nuevo Estado. Este retraso no justificaría en ningún caso el olvido sistemático de laDeclaración Balfour y de la partición de Palestina en dos Estados: uno, judío, Israel, cuya existenc¡a quedó legitimada en 1947 por la comunidad internacional, a excepción de los países árabes, cuya existencia -reitero- ha sido admitida por éstos el 9 de septiembre de 1982, al adoptarse, por unanimidad de los presentes, el plan de Fez en la duodécima cumbre de la Liga Árabe, que tuvo lugar en la bella y andaluza ciudad marroquí. El otro, árabe: Palestina. Un Estado que nos falta y que reclama con toda justicia, por su lucha -heroica y cruel-, por sus sacrificios -Sabra y Chatila-, un sitio en la región geográfica en donde estaba, en donde debió nacer internacionalmente, en donde se incrustará tarde o temprano.
Israel querría tener otros vecinos. No es pensamiento que sea ajeno a muchas cabezas. Pero, si hay que vivir sartrianamente sabiendo que "el infierno son los otros", también se puede vivir condenados a disfrutarse. Israel no conseguirá su paz hasta que Palestina no consiga la suya.
Y, en todo esto, España, ¿qué? España es cristiana, árabe y judía. No puede renunciar a ninguno de los tres elementos sin negarse a sí misma.
El presidente del Gobierno acaba de declarar: "España debería intentar incorporar el carácter positivo de su acción exterior a fin de que se respeten los derechos del pueblo palestino y, en cumplimiento de ese plan, abrir las relaciones con Israel" (Tiempo, 30 de mayo de 1983).
En tanto y en cuanto la acción exterior está encargada a la diplomacia, permítasenos algo de sigilo y discreción respecto a nuestra actuación. No en balde, y sin retórica, el campo de esta cuestión está sembrado de minas y, si se da un paso en falso, peligra la vida del artista.
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