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Tribuna
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La soledad y el ocaso del poder

Es bien sabido, y he tenido ocasión de comprobarlo personalmente en las más diversas (por su magnitud, por su ámbito, por su naturaleza) estructuras de poder, que quien lo ostenta tiende a aislarse, a enclaustrarse. Cuando el poder se halla desconectado, en su origen y en su ejercicio, del pueblo, este confinamiento es lógico. Pero no lo es cuando dimana de la voluntad popular y su ejercicio requiere, en consecuencia, el permanente conocimiento de sus necesidades, sentimientos y opinión.Sin embargo, es casi siempre inevitable: poco a poco disminuyen la cercanía y los contactos con el entorno habitual del jefe; se espacían las apariciones en público próximo (aunque no lo hagan las apariciones con público distante) y las ruedas de prensa abiertas y coloquiales. Incluso los mejores amigos -y ser buen amigo exige lealtad, pero no implica, no debe implicar, identificación ideológica o compartir criterios similares- hallan serias dificultades para acercarse a él, agobiados por los temas urgentes, cada vez en mayor número y con mayor apremio, que le trasladan sin cesar quienes deberían procurar cernerlos y, en la medida de lo posible, resolverlos; por quienes deberían facilitar que fueran los problemas importantes los que ocuparan su atención y le proporcionarán la atmósfera adecuada -que incluye, desde luego, consultar a los amigos y asesores- para reflexionar sobre ellos y decidir sin presiones innecesarias. Lo complejo puede simplificarse a efectos expositivos y didácticos, pero no para su consideración política o técnica, para la toma de decisiones.

No hay roca que resista el permanente acoso de la ola. Poco a poco, se van cercenando los méritos de los mejores y el afecto o, al menos, la cercanía de los más allegados, y el poder se aleja paulatina, pero inexorablemente de su ámbito real para recluirse -agobiado, apesadumbrado- en su inabordable y almenada torre de desconfianza. Y allí presta oídos a quienes, como Gonerila y Regania, las dos hijas desleales del rey Lear, "alaban a su padre con la palabra sólo"...

El cerco de aduladores y de correveidiles logra con frecuencia que al distanciamiento se una la convicción de que no son pocos los que pretenden -"¿Fulano de tal? ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Ah, la ambición desmedida!"- ocupar el poder. Hay que reconocer que en ocasiones no andan descaminados. Pero lo cierto es que normalmente los ambiciosos culpan a los otros de ambición y el halo se acrecienta y consolida, convirtiéndose el núcleo de íntimos y leales en el cauce obligado de toda orden, de todo nexo con el exterior. Y entonces puede suceder lo más temible: que se sustituya la fuerza y la iluminación que proporciona el contacto directo con las cosas del entorno real, por la reacción temperamental, desmesurada y mediocre de contenido que provoca el clima esotérico y ficticio que se ha originado.

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Estos halos son difíciles de romper, porque conllevan la instalación de muchas personas en los aledaños del poder, que van tejiendo, no siempre con mala voluntad, una red tupida e impenetrable. En un régimen o estructura cerrados, esta situación no comporta el declive de quien ostenta el poder, porque aquellos sobre quienes se ejerce no poseen la menor capacidad de influencia, porque, sencillamente, lo único que cuentan son las propias estructuras de poder, de las que dimana toda potestad y atribución. Sin embargo, en un sistema abierto, en donde confieren el poder los mismos que conforman su ámbito, el declive se inicia en el momento en que se sustituye el contexto real por el artificial. Toda persona sobresaliente que aparece en el horizonte se convierte en un competidor potencial, en lugar de un eficaz colaborador: cuantos menos perfiles sobresalgan en el horizonte, mejor.

Sucede que, además, los españoles somos más proclives al crisantemo que al laurel, a la rememoración de pasadas virtudes que a rendir tributo a las presentes. Los homenajes, a los muertos o a los retirados. Se organizan actos emotivos en donde se exaltan las irrepetibles cualidades del finado o se ponderan -a veces con chapa y todo- las excelentes cualidades que distinguieron al jubilado a lo largo de su esforzada vida activa.

Es un craso error: todos los países deben tener múltiples personajes a los que se conozca, se admire y se respete, porque cada uno nos sentimos accionistas de una parte muy pequeña y modesta, pero de una parte al fin y al cabo, del patrimonio que representan para toda nación sus personajes más destacados en el campo de la cultura, ciencia, educación, arte, política, deporte, cooperación internacional...

Pues no: en lugar de coronas de laurel a su debido tiempo, cuando el reconocimiento puede servir de incentivo, no sólo se olvidan los méritos, sino que, a veces, se agrandan los defectos... o se difunden calumniosamente. Se ha dicho que es envidia. La envidia hispánica de Unamuno. Yo creo que, con acentos singulares en nuestra patria, pero profusamente extendido también en otras, se trata más bien de amilanamiento, de visceral y espontánea resistencia a compartir con los otros. La envidia puede suscitar deseos de emulación. El apocamiento, la pobreza de espíritu que nos lleva a ocultar o a desfigurar a los demás, no. Y un país pobre en personajes reconocidos y apreciados, con sus virtudes y sus defectos, es un pobre país.

Hace ya algún tiempo me contaron que quienes cumplen condena en las calderas infernales intentan, lógicamente, evadirse una y otra vez, trepando ávidamente por las paredes interiores hasta alcanzar el borde. Y cuando, después de ímprobos esfuerzos, están a plinto de lograr su propósito, uno de los múltiples diablos que circundan las monumentales oillas -cada una correspondiente a un país- les propina un fuerte mamporro en la cabeza... y vuelta a empezar, que en este, consisten las penas que, durante períodos de distinta duración, deben cumplirse. Pues bien: en el panorama general del recinto de Pedro Botero, se advierte que alrededor de cierto número de brocales, entre los que destaca el de España, no hay vigilante alguno. "¿Por qué?", pregunté interesado. "Es completamente innecesario", contestó quien me refería la historieta, "porque en cuanto alguien consigue sobresalir lo más mínimo, los demás le tiran por las piernas hacia abajo"...

He vivido varios años en donde, imperante y aun reverdecido el espíritu (le Chauvin, se ponderan en exceso las virtudes y éxitos de los compatriotas. Tampoco lo recomiendo, porque toda exageración es mala. In medio, virtus. Conozcamos y respetemos a nuestros personajes, a todos los que destacan en cualquier aspecto de la vida nacional, no sólo porque es justo, sino también porque es conveniente, porque sirve de acicate a los demás y da una imagen apropiada de nuestro país. Hay que insistir en ello: los personajes son patrimonio de todos. Llegar a tener un personaje constituye un proceso demasiado largo y costoso para malgastarlo en poco tiempo. Por ello: ni destruirlos ni consentir que se autodestruyan a la primera de cambio.

Se deja de creer en los demás cuando ya no se cree en sí mismo. Esto explica que, en lugar de abrir paréntesis de descanso o de otras actividades con una sonrisa, con toda naturalidad, como se sale del escenario en un acto para volver a incorporarse al siguiente, el ocaso y la despedida revistan caracteres de heroicidad y de tragedia. En estos casos hay que recordar no decir jamás ni siempre, y que los actos heroicos son admirables..., especialmente cuando es el enemigo el que se ve obligado a realizarlos.

El círculo de aduladores conduce al ocaso prematuro del poder. Una corteza sutil, pero resistente y áspera se va estableciendo en su entorno. El final es la asfixia o la eclosión dramática.

La luz del poder, a cualquier nivel, necesita el tamiz de quienes son competentes y leales, es decir, de quienes dicen lo que saben y saben lo que dicen, que en esto estriba la solvencia. Únicamente así puede hacerse frente a la complejidad y aceleración crecientes de las cuestiones que se plantean hoy en día. Quienes confunden lealtad con amiguismo, con connivencia ideológica, con si señorismo, acaban pagando el alto precio de la soledad y del declive prematuro. Sólo quienes saben abrir de par en par las puertas y ventanas de los confines del poder y saben consultar a los demás y escuchar la voz de la multitud consiguen disipar las opacidades, perfilar horizontes y, lo que es más importante, que cada persona de la muchedumbre cuente, que es en lo que consiste, verdaderamente, un pueblo.

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