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Tribuna:DECIMOTERCERA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Pintar la fiesta

¿Qué pintor no ha pintado alguna vez un torero? Yo. Yo, que lo he intentado tanto, sobre todo en aquella época en que todos a mi alrededor emprendían su excursión por el cuadro abstracto o figurativo, con toro o torero sugerido en manchones o retratado vivamente, aquella obsesión de servir a un mercado norteamericano ansioso de pintura racial y españolista.Siempre pienso en esta frustración cuando llega San Isidro. Yo, que fui tanto a los toros de niña y de adolescente, a aquella hermosa plaza de La Coruña donde mi montón de hermanos y yo mirábamos el ruedo desde muy arriba, en un graderío abalconado, lejos de la arena, donde sucedía todo.

Siempre me maravillé de la hermosura de lo trajes; el ponerse aquel lucerío para desafiar a la muerte y mancharlo todo de sangre me des concertaba y fascinaba a la vez. Ese uniforme fastuoso, ese regalo para los ojos, esa reunión toro-torero cuando va a poner banderillas y se queda tan recto, tan erguido, levantando los brazos en la quietud de un segundo, que luego se rompe con unos pasos rítmicos de bailarín hasta clavar, igualados, los palos en las agujas. Algo de una plasticidad sobrecogedora pero que yo nunca sabré pintarlo.

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Entonces, en esa época en que iba a los toros, tardes de toros radiantes y provincianas de aquella adolescencia presumida y pujante en las que me enamoraba siempre del mejor torero y del más guapo -¿quizá Luis Miguel Dominguín o Manolete o Bienvenida?-, tardes de sol que olían a salitre en la hermosa plaza coruñesa que un alcalde facha dejó morir bajo la paleadora, más rentable; entonces digo, mientras espiaba con una punzada de envidia la llegada triunfante de las guapas oficiales, coronadas de mantillas y claveles, yo entonces quería de alguna forma pintar la fiesta nacional, aquella luz, aquel sol, aquel corte claroscuro en la arena, el torero y el picador, las gradas y los carteles, el pasodoble que me penetraba corno el vino de la bota que bebía el de al lado.

Nunca logré atrapar la gracia y movimiento del toro y el hombre. Nos tenía entonces Picasso prendidos, fascinados con el flash de su lápiz prodigioso, vertiendo toros poderosos, toreros gráciles y leves y piernilargos luchando con el miedo y la muerte. Cuántos enfados después de un laborioso dibujo raya a raya: el toro me quedaba como un buey, el torero como un aldeano vestido de fiesta. Qué mal he interpretado siempre algo tan dinámico y arrogante como el juego de un picador cuando se arranca hacia el toro, lanza en ristre, como Don Quijote; cómo he tenido que renunciar a la lucha por pasar al lienzo la hermosa, la cruel fiesta de la arena, porque no doy con su secreto plástico.

Hermosura de pedrería y varón

Nunca ya pintaré el toro ni el torero. Siempre miraré con cierto sentimiento frustrante de incapacidad el cuadro de toreros de Vázquez Díaz. Saber que no puedo llegarle al fondo a esa hermosura de pedrería y varón, reproducir su danza trágica en el ruedo sin frivolizarlo, renunciar a contar los rojos de la sangre, la dignidad de la mancha oscura del toro como fondo de las sedas y oros del torero y de las banderillas y de la luz, es un desconsuelo. Pero es así y así lo asumo humildemente. No sé pintar los toros; nunca pintaré un toro, nunca un torero. Toda la cultura romancesca en que medré, las hermosas canciones de amor y muerte, de luto y feria, quedarán sin que guarde memoria de su poesía mi pintura moralista y agreste. Nunca un toro ni un torero, ni siquiera el redondel de oro y sombra que también podría ser un paisaje.

María Antonia Dans es pintora.

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