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Negocios del desnudo

Llevo bastantes años intentando explicar -con dudoso éxito, sospecho- que mi vida privada poco tiene que ver con mi vida pública. Claro que entre el individuo que escribe, dirige o interpreta un espectáculo teatral y el que lo cobra y se come de resultas un solomillo en un restaurante de cuatro tenedores existe una evidente e innegable coincidencia. Ahora bien, esta similitud existencial no excede, a mi juicio, de la lógica relación de causa a efecto. Me encantaría separar a Calderón del bacalao al pil-pil, pero la verdad es que no lo consigo.De manera que cuando mi hija me contó -bueno, no estoy seguro de que me lo contara- que quería ser actriz, decidí establecer una frontera transparente entre su trayectoria profesional y la mía. Siempre me han horrorizado las madres de las artistas. Comprendo que son una circunstancia vital inevitable y seguramente meritoria, pero a mí, personalmente, me aterran. Una madre rellenita, con gafas, con el pelo teñido y haciendo punto de arroz en un escenario, puede acabar con cualquier posibilidad de éxito. Aunque luego la niña sea muy mona, muy aplicada y se apunte a todos los cursillos sobre "como-parecerse-a-Jane-Fonda-en-quince-días".

A lo mejor yo hubiese preferido -no sé- que mi hija estudiase para perito agrónomo, pero desde el momento en que decidió ponerse delante de una cámara lo único que me preocupó es que no le pasara por encima. Todo el mundo tiene derecho a construir su destino. O, por lo menos, a creérselo. Sería ridículo criticar una elección que repite la que también yo tuve que hacer en mi momento. Sería ridículo y sería inútil. Además de injusto.

Pero todo tiene un límite. Si hasta ahora nos ha resultado relativamente fácil a ambos -Cristina y yo estamos de acuerdo en esto como en otras cosas- evitar esa penosa presión de algunos reporteros empeñados en fotografiar a los padres con los hijos, a los maridos con las amantes y a las esposas con los michelines, de repente el asunto se ha disparado estúpidamente.

Resulta que en un semanario. en el que yo vengo colaborando como articulista desde casi sus orígenes se han publicado unos desnudos de mi hija pertenecientes -los desnudos, no las fotos- a una película de la serie Las pícaras, pasada, no hace mucho, por televisión. Nada tengo contra las personas en cueros. El ser humano empezó a cubrirse por razones climatológicas antes que morales, aunque algunos nostálgicos del paraíso terrenal opinen lo contrario. Tampoco me escandalizo de que haya actrices y actores que se desnuden en las películas "por exigencias del guión", según la ingeniosa excusa administrativa que se inventó en su día Fernando Castedo. Yo, con que no se desnude Fraga me conformo.

Por otra parte, me parece comprensible que una actriz -por motivos económicos o publicitaríos- acepte que las imágenes de la película en la que se desnudó se publiquen en la revista que se lo proponga y a ella le convenga. Del mismo modo entiendo que pose como Dios la echó al mundo -bueno, un poquito más aseada- si así le apetece o le interesa. De ombligos de calendario están hechas muchas biografias.

Lo que no tiene gracia -y que conste que a mí me suena gracioso casi todo- es que a una señorita, caballero o funcionario de Obras Públicas se le saque en los periódicos con el culo al aire sin su consentimiento. Es una especie de piratería que está de moda. Y de la que se benefician ciertos fotógrafos desaprensivos al amparo de ciertas publicaciones escandalosas. Es decir, que lo que está sucediendo es que alguien -unas veces sin y otras con el consentimiento del mismo productor cinematográfico- saca unas fotografías durante el rodaje de una película y luego las vende al mejor postor. Naturalmente, si las fotos son de un anciano meditando sobre la brevedad de la existencia, se las pagan regular, pero si lo que ofrece es la pechuga altisonante de una jovencita frescachona, se las arrancan de las manos. Y le ponen en su lugar un ojo de la cara y la yema del otro.

Y esto si que no. De esto habrá que defenderse. Primero, ejerciendo las acciones legales necesarias, y segundo, denunciando estos atropellos públicamente. He leído, en la página de un plumífero currinche y pachanguero, la calumnia de que mi hija ha cobrado muchos duros por la publicación de las fotos motivo de este artículo. Falso, totalmente falso, como los tribunales demostrarán. También he sabido de comentarios sobre mi posible complicidad -o, por lo menos, complacencia- en este incómodo asunto, dada mi vinculación con la revista en donde se publicaron las imágenes.

¿Es posible que tenga que descender a desmentirlo? Acabo de interrumpir violentamente mis colaboraciones con el semanario al que me estoy refiriendo por criterios de ética personal. ¿Qué otra cosa puedo hacer teniendo en cuenta -y sería deseable que se tuviera- que no fui yo quien se desnudó en La viuda valenciana, ya que soy una persona lúcida a la que le consta que como viuda y como valenciana nada tiene que hacer?

En serio, seamos serios. O en broma, seamos bromistas. Pero sin confundir. En cualquier caso, quisiera disculparme por estas líneas que estoy escribiendo. Resultaría absurdo que se interpretaran como el relato de un simple suceso personal. Las consecuencias que se deberían extraer de su lectura sería deseable que se elevaran a meditación colectiva entre las gentes del mundo del espectáculo, que tienen derecho -si les apatece- a desnudarse cuando ellas quieran, y no cuando los demás lo decidan.

Ahora sólo queda dolerme y reprocharme por no haber escrito este artículo mucho antes, cuando otros casos parecidos a éste se produjeron. Soy consciente de que la defensa de un ataque a alguien tan próximo a mi puede desviar el fondo del problema. Lo siento, pero uno es así de pequeñito.

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