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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El honor perdido de una revista alemana

LA SUPERCHERÍA de los Diarios de Hitler ha durado pocos días. Otros fraudes del mismo género, sin embargo, han sobrevivido a las irrefutables pruebas de su grotesca falsedad para servir posteriormente incluso de coartada a los asesinos. Baste recordar los siniestros Protocolos de los sabios de Sión, el descabellado panfleto antisemita que sirvió de justificación a los pogroms de la Rusia zarista y a los. campos de exterminio nazis y que sigue alimentando todavía el mito de la conspiración judía mundial. Para fortuna de todos, sobran en nuestros días los procedimientos científicos que permiten desenmascarar de inmediato este tipo de estafas. Los Archivos del Estado de la República Federal de Alemania no han tenido la menor dificultad a la hora de demostrar, mediante el análisis de laboratorio del papel, la goma de encuadernar, el lacre de los sellos y la tinta utilizados en los sesenta cuadernos apócrifos, que los supuestos diarios de Hitler fueron escritos varios años después de concluida la guerra mundial. El contenido de esa burda falsificación, salpicada de anacronismos y errores de fechas, tampoco resiste el más superficial examen de los historiadores.El patinazo de la revista Stern, que ha arrastrado en su desprestigio a los medios de comunicación extranjeros que habían comprado a peso de oro la fraudulenta exclusiva, plantea, ante todo, la delicada cuestión de la responsabilidad informativa de la Prensa. ¿Cómo una publicación como Stern pudo caer en la doble trampa de dar por bueno un descubrimiento que hedía a falsedad desde el principio y de seguir respaldando con uñas y dientes ese chapucero fraude hasta que las pruebas de laboratorio hicieron imposible negar la evidencia? Es cierto que los periódicos más serios del mundo pueden ser víctimas de intoxicaciones informativas, algunas de gran sutileza. Pero la envergadura de esta falsificación -6.000 páginas supuestamente escritas por la mano de Hitler y descubiertas casi cuarenta años después de su muerte- y la docilidad de los incautos para dejarse engañar y para convencer a los demás carece de precedentes.

En un país donde la información sobre Hitler, sus ideas, su lenguaje y sus costumbres es simplemente abrumadora, y donde existen también -como ha podido comprobarse- procedimientos de laboratorio para analizar con enorme precisión el soporte material de la escritura, resulta casi inverosímil que los responsables del Stern, antes de hacer el escandaloso lanzamiento de la exclusiva, no aplicaran a los supuestos diarios otros métodos de verificación que unos estudios caligráficos superficiales y parciales. Para mayor gravedad, la revista alemana manipuló indecorosamente el nombre de historiadores tan prestigiosos como el británico Trevor-Roper mediante la fórmula de presentar su asombrada disponibilidad a admitir hipotéticamente la existencia de esos fantasmales diarios, cuyo contenido no se les permitió investigar, como la prueba irrefutable de su veracidad. No se trata sólo de que el simple olfato de un periodista no pueda ocupar el lugar de una investigación en regla. Las omisiones de pruebas elementales de laboratorio, la sesgada presentación de las opiniones de unos expertos a los que no concedió la oportunidad de examinar seriamente los fraudulentos cuadernos y el esfuerzo por imponer publicitariamente una situación a golpe de hechos consumados y de intereses creados da pie para hablar de culpabilidad antes que de error. La cuarentena previa a la difusión de una noticia cuya urgencia era inexistente -los supuestos diarios, dormidos durante treinta y ocho años, podían aguardar unas semanas antes de despertar- era una exigencia elemental para cualquier periodista dotado de una mínima moral profesional.

¿Cuáles han sido entonces las causas de un error informativo mucho más próximo a la estafa que al desliz? Tal vez se trate, fundamentalmente, de la enloquecida búsqueda de una exclusiva sensacionalista que permitiera a Stern aumentar su tirada y conseguir nuevos lectores, escalón previo para el incremento de las inserciones publicitarias, de los beneficios empresariales y de la cotización laboral de los descubridores del reportaje. Pero quizá ese móvil no sea suficiente para dar cuenta de un fraude demasiado cargado de implicaciones ideológicas para ser políticamente inocente.

En efecto, no se puede descartar la posibilidad de que la codicia de la revista alemana, que cometió la imperdonable ligereza de comprar su propio éxito en el mercado de las sensaciones, haya sido utilizada como vehículo de una maniobra política de alto vuelo. La mitificación de los hechos y de los delirios de un fantasma del pasado tan ominoso como Adolfo Hitler puede ejercer una influencia directa sobre el presente y el inmediato futuro. El oscuro papel desempeñado en la historia de la falsificación por el turbio Heidemann, relacionado con los medios neonazis alemanes y con criminales de guerra hitlerianos instalados en Latinoamérica, y el carácter exculpatorio para su autor de los diarios apócrifos abren paso a la sospecha de que Stern pudo ser elegida como involuntario vehículo de una falsificación situada en la estela de los Protocolos de los sabios de Sión y llamada a servir de instrumento ideológico para un relanzamiento del nazismo. En tal caso, el honor perdido no tendría como víctima a la muchacha de la novela de Heinrich Böll sino a quienes han sacrificado los principios más elementales de la moral periodística en beneficio de la vanidad o del dinero, instrumentos de la repugnante tarea de reivindicar fraudulentamente la memoria de uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad.

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