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Reportaje:

Ni los chiitas ni los inmigrantes suponen un peligro para la estabilidad del régimen saudí

Durante las dos semanas posteriores a la muerte -en junio pasado- del monarca Jaled bin Abdel Aziz, su sucesor, el rey Falid bin Abdel Aziz, recibió a cientos, miles de ciudadanos de a pie originarios de todas las regiones del país de todas las tribus, que, al tiempo que le expresaban sus quejas y le hacían sugerencias, le juraban lealtad.El entonces recién coronado rey se sometía así, como lo hacen con más o menos regularidad los 6.000 príncipes de la familia real, al encuentro con su majilis o asamblea de ciudadanos, deseosos de compartir una buena comida converando sobre el futuro del reino audí, pedir, acaso, una pequeña ayuda eco nómica para subsanar una deuda, pagar parte de la dote de su hija o seguir un costoso tratamiento médico en Suiza.

La opulenta Administración saudí prevé que, tras cumplimentar algunas formalidades burocráticas, los súbditos de su majestad puedan desplazarse al extranjero con todos gastos pagados para seguir curas o ser intervenidos quirúrgicamente, pero muchos ciudadanos prefieren evitar los farragosos cauces oficiales, que ignoran sus orígenes tribales, y prefieren respetar la, tradición, acudiendo directamente al majilis de su príncipe, que, cuanto más anciano es, de más tiempo dispone para atenderles y más generoso se muestra a la hora de atender sus peticiones "Los jóvenes príncipes están demasiado ocupados por sus negocios para escuchamos", se lamentan los hombres del campo.

Por lo menos una vez a la semana, y hasta una vez al día, los príncipes reciben en sus palacios, diseminados por toda la geografia del reino, tomando así el pulso del país profundo, del estado de ánimo de su opinión pública, que ejerce, sin lugar a dudas, una influencia real sobre la marcha de la cosa pública, de forma comparable a la que institucionalmente hace sentir un Parlamento sobre el Gobierno en las dernocracias occidentales. La monarquía saudí es todo menos absolutista", comenta un diplomático europeo en Riad.

El número dos del régimen, príncipe heredero. Abdullah bin Abdel Aziz, hombre de ideología panárabe, más apegado a las tradiciones y eminentemente popular entre canipesinos y beduinos, es, sin lugar a dudas, el que cuenta con mayor número de asiduos de su majlis. El número de sus partidarios y su cargo de comandante en jefe de la Guardia Nacional le permiten actuar como un contrapeso conservador ante las eventuales veleidades de modernización del soberano.

La burguesía, marginada

Si la institución del majilis tiene aún vigor para gran parte de la población, otros sectores como los altos funcionarios, la burguesía comerciante en auge y algunas profesiones liberales muestran una creciente desafección por ese tipo de asambleas, vestigio, según ellos de otros tiempos ahora superados y que contribuyen a perpetuar un sistema asfixiante regido por ulemas (dirigentes religiosos) oscurantistas. La próspera burguesía saudí no sólo se siente marginada del poder, sino que le critica moderadamente por obstaculizar el desarrollo económico, impidiendo a las mujeres, por ejemplo, engrosar la fuerza laboral.

De ahí que en su primer discurso tras su acceso al poder, hace ahora casi un año, el rey Fahd recordase, como ya lo hizo en enero de 1980, tras la ejecución de los 63 principales responsables del asalto a la Gran Mezquita de La Meca, su intención de crear "un consejo consultivo ( ... ) cuya misión consistirá en elaborar una ley fundamental que equivaldrá a una Constitución del reino saudí".

Dosificación problemática

En definitiva, el monarca wahabita desea asociar a la burguesía mercantil a las grandes decisiones y, de paso, contrarrestar así, gracias a su apoyo, las tendencias conservadoras del príncipe heredero, que, en opinión del clan de los hermanos Sudeiri -que acaudilla el propio Fahd-, tiende a tomarse demasiado en serio su papel de segundo del régimen.

Designado príncipe heredero a la muerte del rey Jaled, no sólo porque le correspondía por su rango en la familia real sino porque aparentaba ser un personaje carente de relieve, que no interferiría con su actuación en los designios de la familia real, Abdullah bin Abdel Aziz se prepara a reinar interesándose por la política y aprovechando las numerosas ausencias del rey, tras sus intensos períodos de actividad, para meter baza en los asuntos públicos.

La creación de la Shura -el consejo consultivo encargado de redactar las leyes fundamentales, en el que los ulemas quedarían parcialmente diluidos entre representantes de los hombres de negocios, altos funcionarios, etcétera- conlleva, sin embargo, un delicado problema de dosificación para no herir a ninguna capa de la población pero a la vez conseguir, no obstante, que por consenso o por votación los modernistas predominen y se impongan.

Mientras el ministro del Interior, príncipe Nayef bin Abdel Aziz, trabaja ya en su elaboración, el rey Falid, atrapado por su promesa, duda de la oportunidad de dar luz verde a un proyecto que fortalecería indudablemente la cohesión nacional, algo disgregada por el boom petrolero, y facilitaría la modernización del país, pero acabaría indudablemente fijando sus atribuciones y recortando de hecho sus poderes.

Con o sin Shura, una pequeña minoría chiita, integrada por 250.000 personas residentes en la provincia Oriental del país, reagrupados en tomo a los oasis de Hasa y Qatif, tiene pocas probabilidades de participar en la vida política del reino saudí. Su alejamiento geográfico de los centros de poder político y su escasa importancia demográfica les restan peso como elemento desestabilizador, pero suponen, sin embargo, una relativa amenaza para el régimen, porque los fieles de esta rama minoritaria y no ortodoxa del Islam constituyen un 30% de los trabajadores de la industria petrolífera, concentrada principalmente en la zona estratégica del este del reino saudí.

Envalentonados por el ejemplo de la vecina revolución del también clifita ayatollah Jomeini de Irán y por el asalto a la Gran Mezquita de La Meca (hace cuatro años), los chiitas saudíes reanudaron, en noviembre de 1979 y febrero de 1980, su tradición de revueltas. esporádicas. Primero celebraron públicamente la fiesta religiosa chüta de la Ashura y, tres meses después, el primer aniversario del triunfa de la revolución islámica en Teherán, coreando esláganes que abogaban por el derrocamiento del "régimen opresor" y la instauración de una república.

Ambas conmemoraciones fueron violentamente reprimidas por la Guardia Nacional, con un saldo de 21 manifestantes muertos, por lo menos, y varios centenares de detenciones. Pero sus marchas de protesta no fueron inútiles. El entonces rey Jaled visitó dos veces la región, en noviembre de 1980 y en mayo de 1982, para escuchar las quejas de la población, y prometió un suplemento de 1.000 millones de dólares (136.000 millones de pesetas) para la mejora de la infraestructura social de la provincia Oriental.

Desde hace tres años, la población clifita ha experimentado un sustancial incremento de su nivel de vida y goza de una mayor tolerancia para celebrar con discreción sus festividades religiosas, pero sigue estando marginada del Ejército y de la función pública, donde sólo, Jamal Jishi ha llegado a desempeñar cargos de cierta relevancia, como el de vicedirector de la compañía eléctrica de Riad.

El cuarto de millón de chiÍtas que puebla, el este del reino saudí se ha sumido nuevamente en el letargo.

"Con la me ora de la situación material de los chiitas", recalca un hombre de negocios asentado desde hace varios años en Riad, "se puede decir que la riqueza petrolífera sí que ha llegado, aunque en proporciones diferentes, hasta el último de los ciudadanos saudíes". Amplios sectores de la población iraní nunca disfrutaron de la prosperidad generada por el oro negro.

Los inmigrantes

Aunque gozan de sueldos que les permiten vivir con decencia, los inmigrantes no son partícipes de la riqueza saudí, a pesar de ser más de 2,5 millones, sobre un total de ocho millones de saudíes, y representar el 50% de la población activa, hasta el punto de que los saudíes son niinoritarios en los principales centros industriales y que en determinados proyectos, como el de la nueva ciudad industrial de Yanbú, totalizan el 98% de los 17.500 trabajadores allí empleados. Los inmigrantes no constituyen tampoco un elemento potencial de desestabilización, a pesar de que 23 de los 63 rebeldes decapitados a raíz del asalto a la Gran Mezquita de La Meca, en diciembre de 1979, fuesen extranjeros. Pero los inmigrantes no constituyen un grupo homogéneo, sino que están especializados en función de su nacionalidad.

De forma esquemática, la distribución del trabajo entre los inmigrantes se puede resumir así: los yemeníes hacen de todo; los paquistaníes y turcos son obreros de la construccióni; los indios recogen la basura; los surcoreanos, filipinos y tailandeses son ascensoristas, recepcionistas y camareros; los egipcios y palestinos son maes tros, médicos, profesores e ingenieros, y los norteamericanos y europeos son ejecutivos, abogados y asesores en los ministerios

Todos ellos, especialmente los empleados en puestos subalter nos, son objeto de una estricta vigilancia durante su estancia -siempre de una duración limita da- en el reino saudí. Y si por casualidad intentan permanecer en el país más allá de la expiración de su contrato de trabajo, con la es peranza de poder encontrar otro empleo y seguir ahorrando divisas, acabarán, probablemente, siendo detenidos en el curso de las reda das organizadas periódicamente por la policía, como las que tuvieron lugar en enero.

Ventajas sociales

Durante su estancia, cualquier veleidad contestataria les está prohibida a los inmigrantes (como a los saudíes). Los sindicatos son ilegales; la asistencia a una reunión ¡lícita es un delito castigado con una condena de entre dos y seis años de cárcel; la incitación al paro es merecedora de hasta tres años de reclusión, y la participación en una huelga puede acarrear hasta seis años de cárcel. A cambio, gozan de unas impresionantes ventajas sociales, en igualdad de condiciones con los ciudadanos saudíes, entre las que destaca la posibilidad de jubilarse en condiciones decentes "al cabo de tan sólo 10 años de trabajo en el reino saudí", como recuerda el viceministro de Trabajo, Ahmed al Yahia.

Demasiado controlada, deseosa de amasar la mayor cantidad de dinero en el menor plazo de tiempo, la población inmigrada no supone ningún peligro para el régimen saudí. Sólo plantea problemas de mantenimiento de orden público, porque la tasa de criminalidad es mucho más alta entre los inmigrantes -especialmente los filipinos- que entre la población local, "probablemente porque aquí somos más religiosos", observa el viceministro.

"En general", añade Yahia, "no nos quejamos porque la inmensa mayoría se portan bien" y Arabia Saudí es un país seguro en el que los proprietarios de automóviles se olvidan de cerrar las puertas: después de aparcar como también habían dejado antes sus casas abiertas. "Por primera vez, durante el año próximo precisa, sin embargo, Ahmed al Yahia, "la población extranjera disminuirá en un 7%, según nuestras previsiones, y la disminución de la construcción, así como la creciente mecanización de la industria, acentuarán esta tendencia a la supresión de empleos que requieren escasas cualificaciones".

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