Un día para la cultura
EL 23 de abril, aniversario del fallecimiento de Miguel de Cervantes y festividad catalana de Sant Jordi, fue la fecha convencionalmente elegida durante la II República para celebrar el Día del Libro. Las tradiciones locales explican que esa cita del lector con los escritores tenga una especial significación y un auténtico carácter de fiesta en Cataluña, que suele ofrecer el insólito y bello espectáculo de que los libros invadan las plazas y las calles en competencia únicamente con las rosas. Digamos, aun que sea de manera incidental, que el lugar central ocupado por Barcelona en la industria editorial, con libros escritos tanto en catalán como en castellano, debe servir para recordar, una vez más, que la riqueza de las distin tas modalidades lingüísticas españolas representa, tal y como señala el artículo 3.2 de la Constitución, un patrimonio cultural de nuestra comunidad histórica que el Estado y la sociedad deben proteger y defender.La conmemoración es también una buena oportunidad para señalar que los problemas y las dificultades de la industria del libro en España, con sus efectos económicos inducidos en el sector gráfico y en los fabricantes de papel, no conciernen exclusivamente a los empresarios y profesionales de esas áreas y a los escritores que perciben derechos de autor, sino que deben preocupar también al Gobierno y al país en su conjunto. Las graves tribulaciones de nuestros editores en América Latina, como consecuencia de las devaluaciones y suspensiones de pagos de México, Argentina, Venezuela y otros países, no sólo amenazan su estatibilidad empresarial, sino que, de añadidura, pueden hacer retroceder dramáticamente la presencia cultural española en todo el continente. La estrechez de nuestro mercado interno, por lo demás, sólo podrá ser superada mediante una audaz política de bibliotecas que rompa los polvorientos corsés burocráticos de antaño, haga perder el miedo de los usuarios a la hostilidad de lúgubres locales o displicentes funcionarios y sitúe los libros, para ser retirados en régimen de préstamo gratuito, en los lugares de enseñanza, de ocio popular y de trabajo. Los excelentes propósitos en este terreno del Ministerio de Cultura, por vez primera sensibilizado de verdad con la penuria bibliotecaria, tropezarán probablemente con el estrangulamiento de las restricciones impuestas al gasto público. Sin embargo, el cambio anunciado por el Gobierno socialista debería acometer la indispensable tarea de elevar a una población estadísticamente alfabeta a la condición superior de frecuentadora habitual de la lectura. Televisión Española, por su parte, tiene a su alcance la oportunidad de dar resonancia a la obra de los escritores españoles y latinoamericanos, cualesquiera que sean los géneros que cultiven, y la obligación de fomentar, aun sin caer en tentaciones casticistas, chovinistas o autárquicas, las obras de creación escritas en los cuatro idiomas españoles.
La fecha del 23 de abril ha sido también elegida para la solemne entrega por el Rey del Premio Cervantes, la máxima distinción literaria otorgada en nuestro país. En la séptima convocatoria, correspondiente a 1982, el ganador fue Luis Rosales, el sensible poeta de La casa encendida y el agudo ensayista de Cervantes y la libertad. Su nombre se agrega, así, a la excepcional lista de los anteriores premiados, formada por creadores tan indiscutibles como Jorge Guillén (1976), Alejo Carpentier (1977), Dámaso Alonso (1978), Jorge Luis Borges y Gerardo Diego (1979), Juan Carlos Onetti (1980) y Octavio Paz (1981). Aunque las valoraciones de las obras literarias siempre se presten a juicios discrepantes, resulta obvio que el Premio Cervantes de 1983 tendrá un campo relativamente amplio para elegir un candidato con méritos suficientes. El colombiano Gabriel García Márquez (cuyo Premio Nobel ha honrado a la literatura entera en lengua castellana), el argentino Julio Cortázar, el peruano Mario Vargas Llosa o el mexicano Juan Rulfo deberán figurar, antes o después, en la mencíón de galardonados que reciban del Rey esa distinción. Entre los escritores españoles contemporáneos hay, igualmente, sobrados aspirantes a obtener con pleno derecho el Premio Cervantes, y sus nombres serán necesariamente inscritos, a corto o medio plazo, en esa lista de honor. Permítasenos, sin embargo, recordar que la edad constituye un límite que la política de turnos no suele respetar. El año pasado, José Bergamín, cuya marginalidad política en nada debería interferir el reconocimiento oficial de su gran talento literario, quedó a las puertas de la distinción. Y la ausencia de Rafael Alberti entre los ganadores del Premio Cervantes resultaría, a la larga, una forma de invalidar o restar autoridad a una relación que, al pretender incluir en su seno a los grandes creadores de nuestras letras, tendría que dar obligatoriamente cabida al poeta de Marinero en tierra y Sobre los ángeles.
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