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Dioses y césares

La confusa relación entre el poder celestial y el terrenal ha sido estrecha -y también fructífera- desde que se inventaron el bronce y la centralización administrativa, y fueron no pocos los beneficios proporcionados con la observancia de su muy estricta reciprocidad. Los dioses eran acatados, adorados y venerados bajo las férreas normas que los emperadores se encargaban de promulgar, difundir y tutelar, a cambio de la nada despreciable ayuda de la voluntad del Todopoderoso. Los príncipes, reyes y emperadores procuraban emparentar con las divinidades -cuando no se confundían con ellas, supuesto práctico donde los hubiere-, con lo que no les resultaba diricil demostrar a los escasos y escarmentados descreídos que las divinidades estaban a su favor. La consecuencia inmediata fue la de que todas las batallas y todas las guerras eran ganadas siempre por quienes conflaban en los dioses y lo proclamaban sin reserva.El pragmatismo de griegos y romanos contribuyó a enredar las cosas con la consideración de la disoluta evidencia de que también los perdedores se habían procurado las ayudas celestes. Estas conclusiones suelen acabar en el utilitarismo, y aquella primitiva alianza sellada entre los querubines y los administradores del procomún acabó en la lonja, o en la palestra, en la que los dioses tenían que competir unos con otros para ganarse la voluntad y aun el favor del ciudadano medio. Sin embargo, semejante racionalismo mercantilista parece remitir en nuestros días, quizá ante el acoso de los novísimos césares que han izado, una vez más, la bandera de la guerra santa. Los ayatolahs son los más exóticos y esperanzadores, ya que no sólo reivindican el pacto divino, sino que pretenden, de paso, acabar con la coca-cola, con la píldora anticonceptiva, con los movimientos feministas y con los mil pilares -o usos- de la civilización occidental. Pero tenemos ejemplos más domésticos y cercanos que resultan aún más desconcertantes: el penúltimo sátrapa latinoamericano, como dicen los jesuitas, los funcionarios del antiguo Instituto de Cultura Hispánica y los agentes de la CIA, por ejemplo.

Centroamérica es uno de esos lugares de la Tierra que se propenden a englobar en una única y revuelta imagen, tópica, sin duda, y tan errónea e injusta como la.de cualquier otra generalización; el denominador común de esa imagen apunta a la dictadura militar y a la guerra de guerrillas, esas dos nociones confusas. Bien cierto es que precisamente en Centroamérica se sitúa el único Estado del mundo -olvidémonos de Mónaco, San Marino, Andorra y otras licencias- que carece de ejército por no suponerlo preciso ni para mantener el orden de dentro ni para contener la amenaza de afuera. Esta excepción pasmosa no viene sino a señalar un ínfimo contraste frente a los asesinatos en masa, las torturas, los secuestros, las desapariciones y demás trágicas mañas que tan bien sufrieron o fingieron ignorar algunos viajeros ilustres. Centroamérica es hoy, con Oriente Próximo y siempre al quite y la herida de Indochina que rezuma de cuando en cuando, el más firme candidato al dudoso honor de las cabeceras de los periódicos. Pero a veces se trueca la clave de la tragedia por la de la fársa y se disfraza de folklore y de pintoresquismo lo que sigue siendo un genocidio; en esos casos hay que ir a bucear, en las más recónditas columnas de. las páginas más interiores, las noticias que, bajo el disparate, aún guardan la pegajosa y recóndita memoria de la sangre.

El botarate general de turno que dicta su capricho en la república bananera de cada momento suele tender, por razones obvias, a enseñar el pelaje hirsuto, el ademán mesiánico y el tono grandilocuente e histriónico. Lo da el oficio. Pero aun estando sobre aviso, el títere consigue con frecuencia sorprendernos a los que insistimos en leer los más perdidos rincones de los periódicos. La penúltima sorpresa es la del general, cuyo nombre no merece ni la mera anécdota ni el más mínimo recuerdo, que se proclamaba temeroso de Dios y fiel servidor de su voluntad. No se trata de ninguna finta de cara a la salvación eterna o a la eterna condenación, no; el general es hombre de mundo y se limita a proclamar que sus éxitos. deben atribuirse a su temor de Dios y a su fervorosa y ciega obediencia. Obedecer a Dios es la clave del éxito, pero no en el metafórico sentido de las acciones de gracia a posteriori Cuando se trata de saber lo que debe hacerse tanto en el terreno político como en el militar -alternativas ambas que se confunden con cierta frecuencia en una única vía de acción-, el general consulta la Biblia. Y con la Biblia en la mano se evita la molestia de la dispersión de las autoridades del pensamiento y se ahorra la pejiguera de tener que acudir a Maquiavelo, a Von Clausewitz o, en caso de arrebato místico, a Nozick y Rawls. La Biblia parece asegurar el siempre molesto y dilettante destino porque seguir las Sagradas Escríturas es obedecer, en el más estricto sentido, la voluntad del Hacedor, y tal obediencia resulta, a poco que recordemos, la garantía del éxito del generalato.

Lástima que la Biblia sea, al menos para los legos, un tanto críptica a la hora de tener que consultarle acciones como la oportunidad o la inconveniencia de lanzar napalm en una aldea y no en lade al lado, bien entendido que, en el fondo, ése no es sino un problema de técnica económica.

¿Hay que quedarse con la tradíción sacerdotal, seguir el sistema de dones del código deutoronómico de las tribus del norte de Palestina o, en un alarde de erudición, remitirse a Quinrán y reivindicar el activismo de los zelotes? Habrá que acudir al general para que nos saque de dudas.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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