El placer
Ignoro si la felicidad es un deber. Si lo es, tiene que tratarse de un asunto reciente. Mi generación nació en los alrededores de 1936, año de la traca. Despertó al uso de razón cuando la tuberculosis era la única constitución democrática. Se educó sexualmente en la clandestinidad. Leyó las Rimas de Bécquer en el retrete. Fue presentada a un dios justiciero, de mal carácter. Conoció el amor bajo el fuego cruzado de las amenazas morales.Quiero decir que mi generación está preparada para seguir aceptando el mal como un mensaje de la naturaleza y la desdicha como un coloreante de las hormonas. Ahora resulta que la gente quiere ser feliz y reclama sus derechos. Este deseo inmoderado a algunos todavía nos produce una sensación de pelígro.
En nuestro paisaje infantil la técnica se reducía a la honda del pastor, al gasógeno alimentado con astillas de chopo, a la habilidad para esconder 50 litros de aceite bajo el asiento del tren borreguero, a cazar moscas al primer manotazo, a colocar el as de bastos entre los radios de la bicicleta para simular un motor de explosión.
Está claro, pues, que mi generación había nacido para el humanismo, o sea, llegó al mundo con el único objeto de llenar el reemplazo del 57. En aquel tiempo nosotros tuvimos mucha dificultad a la hora de distinguir lo heroico de lo fanático, de separar las nociones de castigo y venganza, de diferenciar la humildad y el sufrimiento.
Sobre un fondo de pobretería de parda estameña, la historia de España había sido una sucesión de impericias, impotencias y desastres; pero en medio de la pertinaz sequía se nos insuflaba el orgullo nacional, se exaltaba a la raza cuando aquí los cabos gastadores sólo medían un metro sesenta.
La nuestra es una generación tocada por la naturalidad de la desgracia. Por eso nos causa estupor cuando algún político socialista, de manera frívola, pretende forzarnos a ser felices. He aquí, pues, una consigna revolucionaria: el placer es una obligación.
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