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Obediencia

Rosa Montero

No hubo rebelión militar, no hubo golpe, dicen ahora los defensores de Tejero, abogados de sonada y amor patrio. Aquella madrugada de charol y metralleta no ha existido: las armas eran de azúcar cande; los disparos, salvas en honor de la Patrona; los tanques, unos utilitarios algo lentos. Stalin borró a Trotsky de la enciclopedia rusa para intentar borrarlo del recuerdo: decretó su inexistencia retroactiva, fue un demiurgo al revés, un ladrón de la memoria de las gentes. Ahora los abogados quieren robarme mi pasado, convertir mi indefensión en una anécdota y despojarme de mi miedo, que era mi única arma, mi tesoro, en aquella madrugada de color desesperanza, verde de reglamento.Lo peor, con todo, no es este allanamiento de la historia, sino el uso de la eximente de obediencia. Unos psicólogos americanos realizaron hace ya años un experimento pavoroso: a ciudadanos medios, voluntarios, se les entregó un mando graduado que enviaba supuestas descargas eléctricas a un individuo ausente ele la sala. Es un experimento sobre la resistencia al dolor, les explicaron. Y los bondadosos ciudadanos fueron subiendo poco a poco la supuesta intensidad de las descargas: obedecieron las órdenes de los investigadores con docilidad ejemplar y terminaron pulsando, sin un leve parpadeo de conciencia, la dosis que ellos creían letal y achicharrante. Prefirieron el dudoso confort de no ser libres, la no-culpa del subnormal o del esclavo: se convirtieron en verdugos por su propia dejación como personas.

Lo peor no son las alusiones al Rey y demás trucos: lo peor es que esta obediencia animal, enceguecida, sea un valor social y pueda ser considerada una eximente. ¿Qué se puede esperar de una cultura que santifica a Abraham porque no dudó en cumplir los atroces mandatos del dios bíblico, porque fue un diligente: filicida? Nos educan para ser herederos de ese Abraham, pulsadores de descargas abrasantes, idiotas disciplinados y marciales. Stalin sabía de este condicionamiento humano a la obediencia y por eso ordenó que Trotsky no existiera. Si nos rendimos a esa cómoda docilidad que siempre acecha, puede uno acabar siendo verdugo o acatando que el 23-F no hubo golpe, que aquella noche tan noche no fue cierta.

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