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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra y paz en Euskadi

SIN SER escandalosamente baja para una ciudad como San Sebastián, cuya población no supera los 175.000 habitantes, y unas fechas como las de esta Semana Santa pasada, metida en frío y lluvias, la cifra de 5.000 participantes en la manifestación contra el terrorismo de ETA celebrada el miércoles en la capital guipuzcoana no puede considerarse: óptima. Mucho menos aún si se contemplan las movilizaciones registradas con motivo del Aberri Eguna y la concentración convocada por Herri Batasuna el mismo domingo.Lo más positivo de la iniciativa del miércoles fue la unidad de la convocatoria, el hecho de que todas las fuerzas democráticas vascas, con independencia de su adscripción ideológica, se han puesto de acuerdo para expresar su rechazo de ETA. Pero esa encomiable voluntad ha revelado simultáneamente la debilidad y la escasa verosimilitud de una alianza coyuntural no sustentada en un marco más sólido. No resulta creíble que fuerzas que se han estado insultando por la mañana puedan desfilar codo con codo por la tarde.

Parece cada vez más evidente que la batalla contra el terrorismo es inseparable del acuerdo de todas las fuerzas políticas vascas sobre la marcha de su autonomía. Resulta imposible que, en una sociedad tan plural social y políticamente como la vasca de hoy, un partido, cualquier partido, pueda erigirse en único y genuino representante de los valores autonómicos o de la voluntad popular de autogobierno. No es más vasco, así, quien milita en partidos de verborrea nacionalista, ni menos quien lo hace en otros de corte más moderno o quien no milita en ninguno y da su voto libremente a cualquiera dé ellos. Repartir etiquetas -de vasquismo o de lo que sea- y administrar credenciales es una de las cosas más peligrosas y menos convenientes en una sociedad ya de por sí fracturada -y violentamente fracturada- como la de Euskadi.

Desde este punto de vista, ni siquiera el calor de la inminente contienda electoral justifica el intercambio de improperios que se acaban de cruzar el lendakari Garaikoetxea y el secretario general de los socialistas vascos, Txiki Benegas, ni el rifirrafe verbal que el representante del PSOE y Xabier Arzallus han mantenido con motivo del discurso de éste en el Aberri Eguna. Las declaraciones de Arzallus, que es un político no improvisado y una verdadera cabeza pensante del nacionalismo, y la consigna del PNV para el pasado domingo ("Nuestra patria, Euzkadi; nuestro idioma, el euskera"), reviven preocupantemente algunos pronunciamientos demagógicos que ni los más benevolentes podrán confundir con la utopía necesaria en toda acción política. Ni siquiera las licencias poéticas autorizan a excluir por la vía rápida a no menos del 75% de la población vasca actual -que es el porcentaje de ciudadanos de la comunidad autónoma que desconoce el euskera- del proyecto de edificación de la patria vasca. Todo ello no empece la verdad, pronunciada por el propio Arzallus, de que no existe hoy por hoy solución para el País Vasco que no pase por el PNV, ni borra el hecho constatable de los esfuerzos meritorios que ha hecho este partido por la pacificación de Euskadi en los últimos años. Pero de ahí a suponer que la misma pacificación no exige también el concurso de otras fuerzas políticas, singularmente. la del Partido Socialista de Euskadi y la de Euskadiko Ezquerra, el diálogo inevitable con Herri Batasuna, amén de la actividad del Gobierno central, hay un abismo. Hoy, el País Vasco se encuentra ante una encrucijada peculiar y concreta de su andadura de autogobierno, de la que no es posible ya escabullirse con alusiones a la patria o la retórica nacionalista. El escándalo en la gestión de la apenas nacida televisión vasca -pendiente de esclarecimiento por una comisión del Parlamento de Vitoria- sólo es comparable a la pintoresca recomendación del delegado del Gobierno socialista en la comunidad autónoma respecto a quiénes deben dirigir o dejar de dirigir el centro de la televisión estatal en Euskadi. La concepción patrimonialista de los servicios públicos que ambas actitudes revelan nos habla de que con frecuencia no es mejor ni peor el poder de un signo ideológico que otro.

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Mientras tanto, la policía autónoma ha sufrido un serio golpe de prestigio tras el asalto de ETA a su cuartel, y la suposición -hecha pública por el vicepresidente del Gobierno vasco, Mario Fernández- según la cual, "con la actual escalada terrorista, ETA quiere, sencillamente, recordar al Gobierno socialista que con frecuencia comete errores" no parece responder a la verdad, si nos atenemos a los desaflios concretos y explícitos que la organización terrorista ha hecho al Gobierno de Vitoria. Ahí está el secuestro del industrial Guibert como más reciente e inquietante síntoma de lo que decimos. Culpar sólo a los errores de Madrid de la escalada terrorista es algo tan torpe como las imputaciones de pasividad que se han hecho al PNV y a su Gobierno desde el poder central. Ambos ejecutivos están, quiéranlo o no, en la misma lucha, y ambos son objeto de las bombas de ETA.

En este marco, las tensiones en el seno del Gabinete de Garaikoetxea, puestas de relieve por la dimisión de uno de sus más brillantes miembros -el consejero de Industria, Javier García Egocheaga-, han sido explicadas por un insuficiente respaldo del PNV al lendakari, cuyo equipo parece ser considerado por el partido demasiado técnico e insuficientemente nacionalista en lo ideológico. Diríase que las declaraciones de Mario Fernández tratan de disipar semejante acusación, desbordando incluso a las de Arzallus del pasado domingo.

Sin embargo, sea cual sea la solvencia que se atribuya al proyecto político del PNV para el futuro de Euskadi, lo evidente es que tal proyecto es incompatible en todos los terrenos con la pervivencia de la violencia. Y tratar de relacionar la extorsión mafiosa, la colocación de bombas en establecimientos comerciales o el ametrallamiento de una patrulla de la Policía Nacional con el rechazo en la negociación de las competencias o la impugnación de la ley del euskera puede resultar suicida.

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