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De la propaganda a la cultura

Hubo ministerios -o secretarías de Estado, subsecretarías, direcciones generales: el rango es lo de menos- que se llamaron "de Propaganda". Convirtieron el término en peyorativo, y no tenía por qué serlo: propagar no es malo en sí, a condición de que lo que se propague no lo sea. Pero los ministerios de Propaganda fueron inventados por el totalitarismo -Hitler, Stalin- y propagaron mentiras, se apoderaron de conciencias, aplicaron censuras, violaron la opinión. Tan evidente fue que los Estados renunciaron al uso de la palabra, pero no al de la función. Sobre todo cuando ganaron las democracias: ganaron, pero no renunciaron a algunos de los métodos totalitarios, sobre todo a los invisibles. Los ministerios de Propaganda se convirtieron en ministerios de Información. En algunos países -España-, con los mismos edificios, funcionarios, técnicas, censores. Entretanto, los medios técnicos que habían determinado la institucionaliz ación de la propaganda se acrecentaron, sobre todo con la televisión, los satélites de comunicaciones, las grandes agencias nacionales de Prensa y el desarrollo de los anteriores. Vino entonces el desprestigio del término información como materia de Estado. Otra vez desapareció el nombre: y aparecieron los ministerios de Cultura. (En España, el mismo edificio, los mismos funcionarios, técnicas y censores.) Es una mera deriva lingüística, muy conocida en ese campo: cuando una función se degrada, pero se considera necesaria, se le cambia el nombre (la basura es ahora residuos sólidos; la criada, empleada del hogar; los ministerios de la Guerra, ministerios de Defensa).

Hay también algunas otras modificaciones: uná adaptación democrática, en el cierto sentido inquietante en que la democracia se convierte en sistema verbal. La carga de la propaganda es menos puntual, menos visiblemente agresiva, menos dura; pero es más difusa, más amplia. Abarca más. Ya no hay censores, pero hay clasificaciones. No hay -apenas- prohibiciones, pero hay subvenciones que pueden ser selectivas. Un Ministerio de Cultura administra un bien inmaterial: posiblemente es el único que se produce así. Pero ese bien inmaterial se manifiesta por medios muy materiales: del libro a la televisión, del teatro al cine y a la radio. Contra todo lo que se esperaba y se prometía al entrar la técnica en la cultura (a partir del señor Gütenberg), los soportes materiales de la cultura no se han abaratado, se han encarecido. Es un trabajo político deliberado: la cultura la compró primero la aristocracia -los mecenas del Siglo de Oro, que daban de comer a Cervantes, a Quevedo o a Lope-, luego la adquirió la burguesía para su propio uso, y con el transcurso de la sociedad la ha comprado el Estado. El encarecimiento es una deliberación que separa el bien inmaterial del consumidor popular. Aquí hay un equívoco: entre lo que paga el consumidor -cuando compra un televisor o una entrada de cine- y lo que vale lo que consume hay una cantidad de dinero importante: la paga el Estado. Es un intermediario tan poderoso que tiene la capacidad de influir sobre el producto. Paga el soporte, el medio; pero paga también al productor del bien inmaterial, que ha mejorado su nivel de vida -el escritor, el cómico, el músico- sobre el de sus antepasados.

Degradación en las penas

Le ha ido castigando cada vez menos: hay una degradación en las penas (dentro de los Estados modernos, democráticos): la hoguera, la cárcel, el exilio, la censura, la admonición, son una presión aparentemente decreciente. Pero puede ya castigarle a la miseria y al silencio, a la incapacidad de crear. A la soledad. La sutil forma de castigo invisible puede conseguir efectos mayores: la agresión produce una resistencia, la amenaza eleva el poder de la clandestinidad. En aquellos períodos se establecía una complicidad entre el creador del bien inmaterial y su consumidor. En éstos, la complicidad desaparece: el consumidor no advierte la presión ni la penalidad y exige mis del creador de cultura; éste, a su vez, apenas se da bien cuenta de la manipulación porque, al acudir a los medios técnicos que le da el Estado (y sin los cuales no hay salida), se hace cómplice voluntario de la manipulación. Cuando se piden cuentas a los creadores acerca de por qué en años de democracia no han producido lo que se esperaba de ellos, se ignora esta otra profundidad. Y así, nuevamente, otra palabra ha sido profanada. Quemada la de propaganda, quemada la de información, ahora se está quemando la de cultura. Francia ha optado por suprimir el ministerio (pero sus organismos transmigran, se buscan otras casas oficiales). Quizá desaparezca también aquí, algún día, la denominación de Ministerio de Cultura. (No estoy hablando del Ministerio del señor Solana, sino hasta el señor Solana. Lo que haga él, lo que pueda hacer -un ministro de Cultura tampoco tiene: el poder ni el dinero-, es todavía incógnito. No ha tenido tiempo. Tampoco le estoy exculpando. La obligación de continuar una función que han ejercido, entre otros, Sánchez Bella, Fraga o Ricardo de la Cierva exige tal capacidad de cambio que quizá sea imposible).

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