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¡Manos arriba!

Muy pocos años antes de su muerte, el general Omar Torrijos visitó varias haciendas ganaderas de la costa caribe de Colombia, y a todo el que quiso oírlo le manifestó su entusiasmo por el desarrollo técnico de aquella industria, en especial en cuanto a la genética. Tanto fue así, que repitió la visita más de una vez, e inclusive estuvo pensando en servirse de la experiencia colombiana para tratar de implantarla en Panamá. Sin embargo, lo que más le impresionó, en definitiva, fueron los ejércitos privados con que los magnates de la industria ganadera protegían sus bienes y sus vidas de las incursiones frecuentes de guerrilleros o bandoleros comunes. Torrijos, que, como todo el mundo lo sabe, era un hombre de armas, se sorprendió no sólo de la cantidad de gente armada y con instrucción militar que lo escoltaba durante sus visitas, sino de la cantidad y la clase de las armas de guerra que llevaban consigo. Al mismo tiempo, el Gobierno de Colombia se sentía obligado a protegerlo con una escolta suplementaria que no le perdía de vista un solo instante. "Uno termina por no saber si lo están protegiendo o si lo están vigilando", dijo alguna vez, con su humor de siempre, y decidió renunciar, contra su propio corazón, a uno de los pocos placeres solitarios de su edad adulta, que era el de viajar de incógnito por los países vecinos, y en especial por Colombia. Ese placer, entre paréntesis, estuvo a punto de crear un problema grave entre Panamá y Brasil, cuado los servicios de seguridad de este último país descubrieron que el general Torrijos -que ya no era jefe de Gobierno, pero que seguía siendo comandante de la Guardia Nacional- estaba viajando por tierras brasileñas con el nombre cambiado. Por muy inocente y explicable que sea la intención, es un delito grande entrar en Brasil e inscribirse en los hoteles con la identidad tergiversada, y sólo la comprensión del Gobierno impidió que la travesura del general Torrijos se convirtiera en un incidente grave, y se mantuvo en ecreto. Hasta este momento, supongo. Pero lo que viene a cuento es que el general Torrijos, ante las tropas privadas de los terratenientes colombianos, tuvo la impresión de estar viviendo de nuevo una experiencia que ya había vivido años antes en El Salvador, donde hizo un curso de especialización en sus primeros años de militar. "Así empezó todo", decía, refiriéndose a las bandas de criminales a sueldo que sembraban el terror en El Salvador, y que habían llegado al extremo inimaginable de acribillar a un arzobispo en el altar mayor de la catedral y en el instante de la elevación. Pensaba que los integrantes de los ejércitos privados -muchos de los cuales, sin duda, no eran más que campesinos sin empleo- terminarían por derivar hacia la práctica de una delincuencia común incontrolable. Era tan sincera su alarma, que consideró como un deber transmitírsela al presidente de Colombia, doctor Turbay Ayala, y a su ministro de Defensa, el general Camacho Leyva, en el curso de una entrevista informal que sostuvo con ellos en Cartagena. El doctor Turbay lo escuchó con el paternalismo sarraceno con que solía tratar al general Torrijos, pero el general Camacho Leyva no disimuló su contrariedad por lo que le pareció una impertinencia, y cambió de tema con una frase terminante.

"No se equivoque, general", le dijo al general Torrijos. "En este país hay paz social".

También aquel incidente quedó como un secreto entre muy pocos. Hasta este momento, en que me ha parecido oportuno evocarlo ante la imprevisible carrera de armamento civil y militar que está padeciendo Colombia. De una manera u otra, con mayor o menor intensidad, con diferentes motivos y razones distintas, mi país ha vivido una guerra interna con cuentagotas desde el primer instante de su ser natural. De modo que ha sido siempre un país de gente armada, y me temo que sea esa su naturaleza real, por debajo del manto de legalismo con que tratamos de convencer al mundo, e inclusive a nosotros mismos. No parece probable que en ningún otro país haya tanta gente armada, ni con tantos ánimos para usar sus armas. Al término de la guerra de los mil días, en 1903, los coróneles menores de edad y de ambos bandos volvieron a los colegios con sus armas al cinto, y no faltaban los que se trenzaban a tiros por un pleito de trompos durante el recreo. Mi abuelo, que era un coronel revolucionario con vocación pacífica, durmió siempre con el revólver debajo de la almohada, y para mi era algo cotidiano desde que tengo recuerdos que todo el que entrara en la casa y saliera de ella llevara sus armas a la vista en los tiempos intrépidos de Aracataca. Supongo que lo único que ha cambiado desde entonces es que ahora se llevan un poco más escondidas.

Sin embargo, creo que nunca como en los últimos tiempos ha habido una aceleración más inquietante del armamentismo nacional. Si no recuerdo mal', fue el mismo general Camacho Leyva quien recomendó hace unos tres años a los civiles pacíficos que aprendiéramos a defendernos de agresiones que las autoridades no estaban en condiciones de prevenir o contrarrestar. Aquello fue como el anuncio de lanzamiento de una nueva marca de pomada con virtudes afrodísiacas, pues el propio Instituto de Industrias Militares abrió a los civiles su tienda bien surtida de armas para matar. Las exigencias no eran más difíciles que las necesarias para obtener un pasaporte, y según mi datos de hace dos años, se vendían con sus licencias respectivas hasta doscientas armas diarias. Esto quiere decir que desde el anuncio de promoción del general Camacho Leyva deben haberse vendido unas 200.000 armas cortas con licencia, y sólo en el almacén de Bogotá. Más aún: en condiciones especiales, una persona puede adquirir un arma corta y otra larga, de modo que el cálculo puede ser insuficiente. Y todo esto sin contar las armas sin licencia, que son las que más se venden.

Un amigo mal pensado me decía hace algunos años en Bogotá que bastaba poner de acuerdo a todos los porteros y celadores del país para tener un pie de fuerza civil tan numeroso como el militar. No es fácil saber cuántos hay, pero es, sin duda, uno de los oficios más solicitados y tal vez de los mejor pagados en estos malos tiempos. Más que espacio y comodidad, en los edificios de apartamentos de las ciudades de Colombia se está vendiendo seguridad armada. La suma es astronómica: entre los militares, guerrilleros urbanos y rurales, los terroristas, los traficantes de droga y de todo lo demás, los contrabandistas de toda índole, los atracadores comunes, los asesinos a sueldo, los celadores y guardaespaldas, y los ya incontables civiles de buena índole con licencia para no dejarse matar, tal vez los escritores somos de los pocos colombianos que ya no tenemos más armas que la máquina de escribir. Es un arsenal de proporcioones incalculables, cuyas posibilidades de destrucción ponen la carne de gallina. El tema es bien conocido, desde luego, pero no me ha parecido nada superfluo pedir a los lectores aunque sean cinco minutos de reflexión sobre el propósito sobrecogedor del general Omar Torrijos, un militar de buen corazón que tenía más de visionario que de guerrero.

Copyright 1983. Gabriel García Márquez-ACI

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