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Tribuna
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El acuerdo de Babel

La semana anterior, cuando se preparaba la séptima conferencia cumbre de los países no alineados, la ciudad de Nueva Delhi tenía un aspecto candoroso de novia nueva, con sus amplias avenidas acabadas de barrer y las aceras pintadas de blanco. Los leprosos, los encantadores de serpientes, los levitadores que en plena calle tendían una sábana en el aire y se acostaban sobre ella, todo lo que hacía de este país y de esta ciudad el territorio más fascinante y misterioso del mundo había desaparecido para alegrar la vista de más de un millar de visitantes, y entre ellos unos sesenta jefes de Estado y de Gobierno. Nada hacía pensar en la posibilidad de que algo sangriento pudiera ocurrir, hasta que un comando iraquí armado como para una guerra desembarcó en el aeropuerto dispuesto a enfrentarse a tiros con otro comando iraní que había llegado el día anterior. La cosa no era tan simple de resolver: los iraquíes, habían aterrizado en un avión especial sin permiso de las autoridades indias, y se habían introducido en la ciudad por la fuerza. En cualquier momento, aquellos dos grupos feroces hubieran podido trabarse a tiros en el recinto mismo de la conferencia, y tal vez terminar de una vez por todas con el movimiento multinacional más heterogéneo y difícil de cuantos existen en el mundo, pero que es también, sin duda, el que tiene un porvenir más promisorio.Ni Irak ni Irán parecían dispuestos a impedir la desgracia. Ante el llamado a la paz que hizo la señora Indira Gandhi en el discurso inaugural, un delegado iraní declaró: "Nos complace mucho esta iniciativa, pero la solución de este conflicto no está aquí, sino en el campo de batalla". Otros dos fantasmas que pesaban sobre la conferencia desde antes de su inauguración eran los de la intervención soviética en Afganistán, que es un país no alineado, y la vieja disputa sobre quién debía sentarse en el sillon de Kampuchea. En su informe final sobre sus tres años como presidente de los no alineados, Fidel Castro se refirió al primero de estos problemas con mucha precisión, y reveló cuáles habían sido sus esfuerzos de mediador para lograr una solución a la presencia soviética en Afganistán. Es un conflicto que Fidel Castro lleva sin duda muy cerca del corazón, pues surgió apenas unos meses después de que él asumió la presidencia del movimiento y no dejó de pesar un solo instante sobre sus hombros. Esta séptima conferencia, por supuesto, tampoco había de resolverlo, y es uno de los más incómodos de cuantos arrastra la señora Gandhi desde el principio de su mandato. En cuanto al problema de Kampuchea, el propio canciller de Vietnam, que es un viejo amigo con un sentido del humor inagotable, me dijo: "Hemos hecho todo lo que nos correspondía para que el asunto de Kampuchea no fuera un obstáculo". La solución, por supuesto, era la más fácil: dejar el sillón vacío mientras la vida resuelve el problema.

Cuando uno piensa en la serenidad, la paciencia y la madurez que deben hacer falta para ser un jefe de Estado, hay razones para preguntarse cómo es que en medio de tantas responsabilidades enormes haya hombres de poder que parecen dispuestos a jugárselas todas por cualquier tropiezo baladí. Fue ése el caso del muy admirable Yaser Arafat, que amenazó con retirarse de la conferencia si no le adjudicaban el turno que quería para pronunciar su discurso. Poco antes, un gobernante africano hizo la misma amenaza si no se permitía la entrada al país de un miembro de su delegación que estaba detenido en el aeropuerto porque no se había vacunado contra la fiebre amarilla. El hecho merece una precisión: cuando uno viene a la India, los médicos occidentales hacen toda clase de advertencias alarmantes -y aun alarmistas- contra las enfermedades terroríficas que amenazan a los extranjeros, y obligan a aplicarse cinco vacunas distintas y a hacerse tratamientos preventivos contra el tifus y la malaria. A los indios no les preocupan demasiado estos miedos occidentales, pero en cambio son de una severidad intransigente con las vacunas de la fiebre amarilla, porque ésta no existe en la India y los varios millones de monos sagrados que hay aquí se contagian con facilidad. Es un temor tan arraigado en los indios protectores de sus deidades, que el delegado africano -a pesar de las amenazas de su presidente- tuvo que regrelar a su país.

Lo asombroso es que las cosas marchen. En realidad, el movimiento de los no alineados, ahora que ha redondeado su centenar de miembros con el ingreso de Colombia, es la representación moderna de la torre de Babel. No tanto por la diversidad de sus idiomas, que son muchos, desde luego. Una imagen triste de lo que ha sido el colonialismo se refleja muy bien en el hecho de que los delegados de cien países del Tercer Mundo tienen que entenderse entre sí en tres idiomas europeos; inglés, francés y español.

Los únicos que escapan a este yugo son los árabes, que se suben en la tribuna de los oradores con sus chilabas de santos y a cantar sus penas en la misma lengua en que han cantado sus antepasados desde hace casi tantos milenios cuantos tiene el mundo. Los indios, en cambio, cuyos billetes de banco tienen la denominación escrita en catorce lenguas nacionales, se ven obligados a hablar inglés no sólo en la tribuna, sino aun en sus relaciones privadas. Sin embargo, no es por la confusión de las lenguas que se define la dimensión babélica de este movimiento, sino por la multiplicidad de sus ideas y sus posiciones políticas. Aquí hay desde el extremo más reaccionario hasta el más progresista. Quienes se opusieron en Colombia al ingreso del país en los no alineados utilizaron el argumento, más bobo que simplista, de que íbamos a caer en los brazos de la Unión Soviética, porque ésos eran los designios de Fidel Castro. Lo que tendrían que aclarar ahora es algo que sabían de sobra y nunca dijeron: en el instante en que la delegación colombiana ingresó en el recinto de los nuevos miembros hacía ya veinticuatro horas que Fidel Castro no era el presidente del movimiento. Y no lo era -pienso yo- con un gran alivio, mientras la señora Gandhi, con una serenidad y una dulzura que no parecen faltarle aun en los instantes de la peor incertidumbre, se preparaba para pastorear por los próximos tres años a los dirigentes de las dos terceras partes del mundo.

Pues al cabo de cinco días de discursos interminables, repetitivos y en su mayoría soporíferos, las divergencias espinosas del. primer día se habían canalizado por lo único que estos cien países tienen en común: la urgencia de ponerse de acuerdo a cualquier precio en la lucha contra la desgracia sin término del subdesarrollo y la explotación extranjera. Lo único, digo, pero que es más que suficiente para sufrir estos cinco días agotadores, quienes tuvimos la paciencia de vivirlos de cerca -a veces con un sentimiento de incertidumbre, a veces de desaliento, pero también a veces con una gran esperanza- no olvidaremos con facilidad la experiencia de haber visto cómo surgió un acuerdo final, útil y alentador, en medio de la algarabía de Babel.

Copyright Gabriel García Márquez. ACI.

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