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El paro y el ocio

Ocio, negocio y paro corresponden a tres fases diferenciadas en la evolución de la sociedad humana. El primitivo cazador-recolector no identificaba su actividad de subsistencia como trabajo en el sentido actual, puesto que sólo actuaba el tiempo justo para satisfacer las necesidades y, si la naturaleza era favorable, éstas quedaban cubiertas en poco tiempo. La noción de ocio aparece. cuando unos trabajan y otros no, lo cual sucede a partir de las primeras sociedades agrícolas mesopotámicas, en que una casta guerro-sacerdotal se apropiaba de los excedentes de producción, viviendo a costa de quienes los procuraban. El sistema se perfeccionó hasta llegar al esplendor del siglo de Pericles en Atenas, donde, como leemos en los Diálogos de Platón, una sociedad de ciudadanos ociosos discutía de todo lo divino y humano mientras los esclavos trabajaban.En Roma, según escribe Carcopino, los ciudadanos gozaban de 130 días de fiesta al año, siendo los romanos quienes establecen la etimología de trabajo, término que proviene de tripalium, instrumento de tortura utilizado para obligar a los esclavos. También aparece allí la noción de negocio, nec-otium o negación del ocio, aplicada a la actividad de los ciudadanos que deciden aumentar sus rentas dedicándose a la transacción comercial. Tras la superación de las prohibiciones contra el interés establecidas por la Iglesia, y del menosprecio feudal por la actividad económica, el negocio resurge floreciente a partir del Renacimiento italiano, y los Médicis, comerciantes y banqueros elevados a los más altos destinos de la sociedad, consagran la aceptación aristocrática del negocio como patente de poderío.

Tras la Reforma protestante, que fue la negativa de los pueblos del Norte a pagar el Renacimiento italiano, el puritanismo calvinista y cuáquero establecen el trabajo y el negocio como medida terrenal de los méritos ganados para acumular un tesoro en el cielo. La Revolución Industrial eleva la sociedad del trabajo y el negocio a límites inconcebibles en la vieja Roma; los pueblos del Norte, con la falta de medida característica de las sociedades recientemente civilizadas, acaban imponiendo el modelo de la sociedad de consumo, su ideología del desarrollo sin límites y el resultado de ambas cosas: la infelicidad en la opulencia. Pero todo en la naturaleza tiene un límite, y éste le ha venido impuesto al sistema económico industrial por dos fenómenos desconcertantes, inesperados y, por el momento, insolubles: el paro y la inflación.

El tema del paro estaba teóricamente resuelto en la economía política del capitalismo anglosajón por la ley de la oferta y demanda: si hay paro, la oferta supera la demanda, y el precio del trabajo o salario ha de bajar. El incumplimiento de esta ley motivó a Keynes a cuestionar la teoría neoclásica, dando como alternativa para superar el paro y la crisis del veintinueve la intervención estatal en forma de inversión pública, aunque sea en pirámides, para poner dinero en manos de los parados y reanimar la economía. La solución keynesiana, ayudada por la segunda guerra mundial, por la guerra de Corea en el 1953 y por la de Vietnam en los años sesenta, ha servido para salir del paso, pero no ha resuelto satisfactoriamente el problema. El paro aumenta en los países avanzados; en España es ya más del 16%: ¿por qué no se utiliza la solución keynesiana? Y si se usa, ¿por qué no funciona e incluso genera inflación? La situación es distinta a la existente en 1929. Entonces la economía estaba desanimada, había una crisis de confianza -"La única cosa que hemos de temer", dijo Roosevelt en su discurso programático del New Deal, "es el temor mismo"-, las fábricas esperaban vacías e inactivas que los obreros ocuparan sus puestos: había capacidad productiva no utilizada.

Ahora se ha llegado al paro por un camino radicalmente distinto: la economía occidental funcionaba a toda máquina en la década de los sesenta, rozando el pleno empleo. En medio de esta prosperidad y debido al propio éxito, la tecnología se mejoró, se progresó espectacularmente en cibernética y se comenzó a automatizar la industria. Naturalmente, cuanto más eficientes son las máquinas, menos hombres son necesarios. Estos hombres desplazados por las máquinas no pueden ser absorbidos por nuevas empresas, porque la economía funciona a plena capacidad y, si ésta se aumenta, los recursos naturales suben de precio y aumenta la inflación. La superación del paro por aumento global de producción es inflacionista y, a la larga, limitada por las materias primas disponibles, las crisis ecológicas y la capacidad de ingurgitación, ya un tanto saturada, de la mayoría silenciosa.

Evitar el paro por medio del aumento de la producción es una idea perfectamente coherente con la mentalidad laboralista del puritanismo nórdico, pero totalmente incoherente con la noción de medida y equilibrio que debe presidir en cualquier sociedad civilizada.

Por supuesto, el paro, verdadera espada de Damocles para la mayoría de los políticos, es un problema grave, vital y apremiante; pero lo que no es, es un problema coyuntural, y, por lo mismo, aunque sea preciso aliviarlo por todos los medios a corto plazo, no puede solucionarse con medidas coyunturales ni tecnológicas. El paro de los años ochenta es un problema estructural, es decir, de largo plazo: proviene de una contradicción interna del sistema industríal: pretender, a la vez, automatizar y mantener el pleno empleo.

La solución estructural pasa por la comprensión del hecho dialéctico de que es el propio éxito del sistema lo que provoca la crisis, que el trabajo llevado a un nivel de intensidad excesivo se toma en la antítesis del bienestar; que toda fuerza, beneficiosa en un momento, se vuelve perjudicial si se continúa aplicando indefinidamente, como la quemazón que sentimos al apretar una barra de hielo. La dificultad en solucionar el paro consiste en que requiere un cambio de mentalidad: el abandono de los valores puritanos laboralistas del protestantismo nórdico, que si bien fueron útiles para realizar la revolución industrial, ahora se han convertido, por la dialéctica de la historia, en la causa del paro.

La solución consiste en que trabajen todas las personas menos horas, con lo cual no habrá parados, y que el producto producido por las máquinas se reparta, eliminando plusvalías, de modo que todo el mundo cobre lo necesario para mantener su nivel de vida como cuando trabajaba cuarenta horas. El proceso hacia esta solución necesita un cambio de mentalidad que supere el puritanismo laboralista de los calvinistas que instauraron el capitalismo y de los estajanovistas que implantaron el comunismo ruso. La solución ha de nacer de la tradición humanista mediterránea de otium cum dignitate.

El camino es largo y supone un grado de altruismo por parte de quienes detentan el capital o la dirección burocrática de la economía. La recompensa superaría con creces todos los esfuerzos: se alcanzaría otra vez una civilización del ocio, pero esta vez a un nivel superior, sin esclavos, porque ahora el trabajo necesario de los esclavos lo pueden realizar las máquinas. Por otro lado, la sociedad occidental, que normalmente se reclama cristiana, no haría más que seguir las directrices humanistas y mesuradas del Evangelio en aquella parte en que Jesucristo recomienda pagar al último obrero, que ha trabajado menos horas, lo mismo que a los demás. Este último obrero que ha de cobrar lo mismo aunque trabaje menos es el obrero que ha llegado al campo de la historia en esta hora nona de Occidente que es el último tercio del siglo XX.

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