_
_
_
_
_
Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El rumasero

El rumasiano o rumasero es / era el funcionario de las Torres que acudió aquella mañana, como una abeja de tervilor y resignación, a su oficina de todos los días, y la oficina estaba nacionalizada, incautada, expropiada, muchas cosas, que el señor Herrero de Miñón, dentro de la lechera policial aparcada en Génova, consultaba códigos, hombre, por buscarle las vueltas de hoja en blanco al decreto / ley. El rumasiano aparcó y subió a su planta en U como los que se metían en el Cuartel de la Montaña, en el 36, a morir dentro, cuando lan Gibson.Lo cual que el decreto / ley se ha convertido en una suerte de quinqui tipográfico, en el Lute de la jurisprudencia, una cosa que los camineros de la derecha persiguen por las trochas del Código como si fuera el forajido que masticó un día el sesientenco en el Parlamento socialista. El rumasiano, que lee mayormente el As / Color, no sabe lo que es un decreto / ley ni lo entretenido que puede resultar don Miguel Rodríguez Herrero, cruzado de Amestoy y abogado "malo" de película de abogados. Pero el rumasino, como todo oficinista que se mantiene en la oficina haciendo horas / culo, a fuerza de constancia, paciencia y creencia, experimenta el orgullo de la empresa a la que pertenece, se siente alto como las Torres de Colón, expansivo como la firma, dulcemente prisionero en su exágono de miel e hilo musical, como la abeja. De modo que la primera reacción del oficinista rumasino fue de incredulidad e indignación, protesta contra el señor Boyer, estos políticos no saben más que complicar las cosas, que se metan en lo suyo, y sólo a media mañana (una media mañana perdida en cigarrillos, comentarios, desmentidos y paseos en U por la U de la oficina), sólo a media mañana, digo, cuando empezó a observarse que Ruiz-Mateos no reaccionaba (y no digamos a media tarde), o que las reacciones / declaraciones del jefe eran vagas y confusas, blandas, empezó a perder confianza en sí mismo como si las Torres fueran de gelatina. Hasta que los pataches de planta tomaron esa decisión que loma siempre un patache:

-Venga, señores. todo el mundo a trabajar como siempre, aquí no ha pasado nada. Nosotros, cumplir con nuestro deber, que es lo nuestro, y nadie tendrá que echarnos nada en cara. Señorita, cierre el espejito y póngase a la máquina, que le dicto. El rumasiano, que llevaba un cierto tiempo en la empresa, sabía que otros rumasianos, a fuerza de horas / culo, habían conseguido ser ejecutivos, misteriosa categoría dentro de las Torres, y que eso equivalía a ganar más, trabajar más, recibir periódicamente una supuesta información confidencial de la empresa, que no confidenciaba nada, pero integraba mucho en el espíritu de la cosa, y, finalmente, ser invitado de modo discreto a adquirir acciones de Rumasa, acciones que jamás devengaron dividendos y queeran una manera de quedarse con los ahorros del fun cionario midle / midle. Entre este funcionariado hay pocos universi tarios, profesionales de título, economistas de la Universidad, por que la empresa ha promocionado al peatonal llegado por recomendación, sin títulos ni exigencias, que es'el más dócil. En cuanto al accionariado, el propio Ruiz-Mateos era mayoritario, naturalmente, y el resto lo constituía una masa confusa de la que, de pronto, emergía un rentista modesto, curioso y zumbadillo que se presentaba a "saludar al presidente y conocer un poco por dentro nuestra empresa". Se le mostraba una computadora en bragas, o sea con todos los cables fuera, para que viese que aquello era muy aburrido, Ruiz-Mateos le daba una mano huidiza y adiós al loquito. El rumasiano sonreía detrás de su electrónica de margarita. Cuando supo toda la obscena verdad, como si le hubieran echado por la tele los adulterios improbables de su señora, volvió a la ciudad / dormitorio conduciendo bajo el volcán. Le aseguraban el puesto, pero no el ego, hundido para siempre. Ni siquiera miró el As / Color.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_