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Dogmatismo y democracia

Estos días estamos viendo sobre algunos temas pronunciamientos tajantes, como por ejemplo en el caso del aborto o de los planteamientos nacionalistas radicales en el País Vasco. Parece como si algunos tuviesen la verdad absoluta sobre las cosas, y eso les permite afirmar su verdad. No voy a entrar en temas de fondo, porque en mi actual condición de presidente del Congreso de los Diputados debo, en esos planteamientos, ser neutral. Sin embargo, en este caso y en muchos otros que se pueden presentar y que se han presentado, de todos los dogmatismos posibles, en todas las posiciones ideológicas, me suscitan algunas reflexiones, y también una cierta preocupación.Un teólogo norteamericano escribe en los años cincuenta, en una obra interesante, The children of light and the children of darkness: a vindication of democraey and a critique of its traditional defense (1950), que "toda devoción política absoluta a fines políticos relativos (y todos los fines políticos lo son) es una amenaza a la paz común". Me parece un punto de vista acertado y poco sospechoso de laicismo. Su diagnóstico es agudo y se sitúa en una tradición relativista, o al menos respetuosa de la búsqueda libre de la verdad por todos, que es incompatible con el dogmatismo.

Estos planteamientos dogmáticos me resultan preocupantes, porque me parecen difícilmente adaptables con la filosofía y con las formas de la democracia que surgen precisamente ante el derrumbamiento del absolutismo, del iusnaturalismo y, en definitiva, de todas las concepciones que basaban la autoridad en la verdad material que las sostenía, fuera ésta su origen divino, la naturaleza o la ciencia.

Cada vez que aparecen posiciones que afirman unos planteamientos como indiscutiblemente ciertos, sin resquicio para la posibilidad de verdades distintas, puntos de vista discrepantes, se ponen en peligro los fundamentos mismos de la democracia, que son el pluralismo, la tolerancia y la libertad. En efecto, si la posición que se sostiene es indiscutible, no admite composición, ni diálogo, ni acuerdo con otros. No puede transigir, sólo puede destruir lo que se opone a la verdad. La consecuencia es la confrontación, el exterminio del enemigo, la dialéctica del odio. Si todas las posiciones fueran similares, unos fanáticos armados con unas ideas absolutas se enfrentarían con otros fanáticos armados de: otras ideas absolutas. Y eso conduciría a una lucha a muerte, a un combate sin cuartel hasta la destrucción del contrincante.

Cada tino pensará que vale la pena morir por su verdad, aunque todos, en ese talante, preferirían matar que morir. ¿Qué sociedad puede subsistir con ese clima? ¿A dónde conducirá esa guerra de todos contra todos? ¿Qué Estado puede mantener el fin de la seguridad de todos, confrontado con esa firmeza dogmática de cualquier signo que no tolera otras posiciones? Sólo la democracia tiene respuestas para superar esas interrogantes, al menos a medio y a largo plazo.

Por otra parte, cuando el análisis histórico nos pone de relieve la suerte que han corrido muchas verdades absolutas, muchas doctrinas que se presentaban como incontrovertibles, muchas fes militantes, y aparecen olvidadas, desmentidas y desprestigiadas, se entiende mejor su imposibilidad. Pero los hombres que arrumban unas verdades que hasta hace poco eran indudables las sustituyen por otras a las que pretenden presentar asimismo como absolutas, y así sucesiva mente. El problema no está en cada una de esas verdades, sino en la forma de pensar, en el planteamiento general que intenta vincular autoridad con verdad. La democracia es la posición superadora de ese callejón sin salida que hace a la autoridad de pendiente de la verdad. Partiendo de bases distintas, de la tolerancia, del pluralismo y de la libertad, la democracia, en su compleja y matizada evolución histórica pretende buscar otro fundamento a la autoridad. A la verdad la sustituirá la participación, el acuerdo de la mayoría.

Frente a la expresión paulina de "la verdad nos hace libres", la democracia radica en que la "libertad nos hace más verdaderos". No impone disolución de las creencias ni mucho menos de las convicciones morales de cada uno. Implica respeto a las opiniones ajenas, comporta tolerancia y conlleva un convencimiento de que los demás tienen suficientes mecanismos morales e intelectuales para alcanzar libremente la verdad que nosotros sostenemos. Supone, también, que cada uno de nosotros tiene asimismo las suficientes capacidades morales e intelectuales para alcanzar a comprender la verdad que otros presentan frente a la nuestra, si llegamos a convencernos de sus razones. Es, en definitiva, un sistema que da confianza a todos los hombres y no sólo a unos hombres frente a otros.

Algunos dogmáticos piensan que la democracia destruye la moralidad porque obliga a transigir para la convivencia, pero ese punto de vista no puede sostenerse seriamente. Por el contrario, la democracia es un sistema político que favorece la moralidad, porque parte del hombre libre y tiene como meta al hombre libre. Precisamente la garantía de la moralidad está en el ámbito de las instituciones políticas, en aquellas que garantizan a los hombres un actuar libre. Los derechos fundamentales son la instrumentación de esta moralidad por un planteamiento político concreto: el democrático.

El error central de los dogmáticos y de los intransigentes, que se encuentra en todos los niveles de sus planteamientos y también en los temas que se expresan en este momento desde esa perspectiva en la sociedad española, es pretender que su moralidad o parte de su moralidad tiene que ser asumida por el derecho como orden coactivo porque representa la verdad y sólo ésta puede ser el sustento de la autoridad. Por el contrario, el planteamiento democrático pretende construir un orden jurídico que no coaccione la moralidad ni la conciencia de ningún ciudadano, y que todos puedan, protegidos por las reglas del juego limpio, esenciales a ese sistema, defender su moralidad y proponerla a los demás, así como recibir y deliberar sobre las propuestas éticas que otros puedan hacer. Cuando el acuerdo mayoritario lo haga posible, elementos de moralidad se pueden incorporar, y de hecho se incorporan, al ordenamiento jurídico, respetando siempre las posiciones éticas de las minorías, que tienen siempre la opción, si logran convencer a los otros, de convertirse en mayoría. Este sistema es el más respetuoso posible que el hombre haya inventado hasta ahora para la convivencia libre y pacífica y para el reconocimiento de la dignidad moral del hombre. Precisamente su autoridad deriva de todo eso. No de una verdad material dogmática que la sustente, sino de la participación y del acuerdo mayoritario, que son el mejor camino para reconocer nuestra condición moral.

Gregorio Peces-Barba Martínez es presidente del Congreso de los Diputados.

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