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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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Depósito general de mercancías

Manuel Vicent

Un abogado de mediana edad, experto en criminología, recibió hace unos meses en el buzón de casa el aviso certificado de que podía retirar de la estación de Delicias una mercancía enviada a su nombre. El papel no traía remite y tampoco especificaba el contenido ni el peso del paquete, sino tan sólo el número de referencia y sus señas exactas. En esta vida, cualquiera se cree destinatario, a portes pagados, de una sorpresa del cielo, de modo que el abogado criminalista se acercó en el coche a los depósitos generales de la Renfe para recoger el regalo que le mandaba, tal vez, algún cliente salvado del banquillo. Entregó el resguardo a un tipo con gorra y éste se hizo seguir, a través de sucesivos porches, hasta un almacén al aire libre, donde se perdió en el desfiladero de barriles y contenedores. No tuvo que esperar demasiado. El tipo de la gorra volvió en seguida transportando en una carretilla un enorme cajón, de más de un metro cúbico, que dejó a su disposición, a pleno sol, en la plataforma de carga.Se trataba de un bulto descomunal, aunque se podía mover con un dedo, porque realmente estaba vacío. El embalaje presentaba un aspecto lastimoso, como sí hubiera pasado sobre él medio siglo de intemperie. A simple vista, parecía una mercancía largo tiempo olvidada en un extraño andén. La lluvia, la helada y el calor de la meseta habían podrido los contrafuertes de roble y habían corroído las cantoneras metálicas. Las señas, escritas a brocha con alquitrán, aún se acertaban a leer milagrosamente, pero el abogado cayó muy pronto en la cuenta de que el nombre del destinatario no era el suyo, sino el de su padre, que había muerto en 1963, en cama y con sacramentos, incluidas la bendición apostólica y la esquela en Abc. Lleno de curiosidad, escrutó con el ojo guiñado por una ranura el interior de la caja, la olfateó como un perro de presa y luego la zarandeó repetidas veces, tratando de adivinar qué clase de objeto se estremecía allí dentro. Entonces, el abogado decidió abrir un boquete para salir de dudas.

Con ayuda de una palanqueta que le prestó el factor hizo saltar la primera astilla y desde el fondo de la oscuridad se liberó un agrio fogonazo de polvo gris. Comenzó a despedazar la tapa, gimiendo de esfuerzo ante la resistencia de los clavos oxidados, hasta que, finalmente, la luz del día penetró en el último entresijo de aquel féretro. En la base del cajón había una calavera y otros huesos humanos, una sandalia, dos botellas, un rosario, un misal putrefacto y varios harapos con carroña pegados en las paredes, todo cubierto con una capa de ceniza amasada.

-Qué cosas le mandan a usted -exclamó el factor.

-Pues ya ve.

-¿Tiene algún amigo gracioso?

-No estoy hecho a esta clase de bromas.

-Es realmente macabro.

Era ese tipo de gente que no tiene nada que ocultar. De momento, el abogado no recordaba que nadie de su familia hubiera cometido un crimen, pero aun así, realizó algunas pesquisas en su árbol genealógico, y cuando estuvo seguro de que todos sus parientes habían muerto en cama con honor, puso el asunto en manos de la policía, aunque también él, como experto en delitos de sangre, trató de descifrar el misterio por su lado para salvar la memoria del padre, a cuyo nombre venía expedido el paquete mortuorio. Esta historia es el resultado de una larga investigación.

Morir en casa

Un día de junio de 1936 aquel fraile carmelita, general de la orden, era transportado en una tartana con toldo de hule en estado de agonía desde el convento de Onda hacia su pueblo de origen, a quince kilómetros de distancia, en la provincia de Castellón, donde su familia tenía casa solariega y algunas tierras de naranjos. Puesto que iba a morir, el hermano y los sobrinos le instalaron en la alcoba principal, en un gran lecho de caoba, con sábanas de hilo y colcha bordada por monjas de Valencia, entre cómodas de palosanto, aguamaniles floreados de Manises e imágenes de su devoción, y en seguida dispusieron lo necesario para darle un viático solemne, de clase extra, dada la dignidad del moribundo. Todos los frailes y novicios del convento, en número superior a cien, acudieron a la ceremonia, y la procesión con el sacramento, el palio y los santos óleos recorrió las calles del pueblo bajo el volteo general de campanas, el olor a incienso de cuatro turiferarios y las luces de los hachones de cera virgen al atardecer, en un ambiente perfumado por los limoneros de la ribera del Mijares. Fue algo grande que todavía se recuerda en el lugar, sobre todo porque el Frente Popular de la República también estaba en flor entonces en aquella huerta y hubo algunos desaires procaces a la eucaristía por parte de unos gañanes anarquistas, que no se dignaron doblar la rodilla ante el paso de la sagrada custodia. Desde el ventanal de un bar del sindicato los jonaleros de boina y alpargata levantaron el puño con amenazas de muerte hacia la comitiva de frailes.

-Os vamos a cortar el cuello.

-¿Qué te parece ese?

-Al más gordo, dejádmelo a mí.

-Calina, camaradas. Cuando llegue la revolución habrá curas para todos.

-La cosa está al caer.

Con el cirio en la mano, los novicios sintieron un escalofrío de terror en la rabadilla al oír esas animaladas. ¿Qué estaba pasando en el mundo? Sencillamente, que el demonio andaba suelto fuera de las tapias del convento y Dios quería someter a prueba a sus elegidos, como se puede ver a continuación. Quince días después del viático, en julio ya granado, el padre general de la orden carmelitana expiró dulcemente, con una agonía de pajarito en la casa solariega, y el entierro también fue muy sonado. En dos camiones destartalados, los cien frailes y novicios del convento de Onda llegaron otra vez al pueblo para dar lustre al gran funeral. El fiero sol de aquel verano de 1936 les abrasó la cogulla a las cuatro de la tarde, y también su cabeza rapada, cuando los monjes desfilaron delante del féretro ceñudamente, con las manos dentro del hábito, cantando versos de tinieblas en dirección a la iglesia. Después de los golpes de hisopo en la nave del templo, muchos más que de costumbre por tratarse de un caso especial, los cien frailes y novicios acompañaron a la jerarquía muerta hasta el cementerio, entre naranjos y cipreses, por un camino de gravilla, que bullía bajo sus sandalias desnudas, y el canto del Dies irae resonaba en la huerta hasta el mar, como el presagio de una próxima maldición.

Al terminar el entierro, la familia del difunto, gente de derechas de toda la vida, muy beata y algo hacendada, quiso obsequiar a la expedición antes de que regresara al convento. Criadas y sobrinas prepararon una perola de chocolate con bollos para los padres superiores, que tomaron en el comedor con bastante apetito, y se repartió un bocadillo de chorizo a cada novicio al pie de los camiones. En aquella casa se respiraba todavía el orden tradicional, había buenos cimientos y calendarios del Corazón de Jesús. Durante la merienda se comentaron las malas noticias que corrían por todas partes.

-Han matado a Calvo Sotelo. ¿Lo saben?

-Nos enteramos ayer.

-Corren malos tiempos.

-Se acerca un gran castigo de Dios. No hay duda.

-Quiero decirle una cosa, padre.

-Dígame.

-Mi hermano fue un gran carmelita. Pase lo que pase, esta casa es la suya. Si algo grave sucediera, nunca se sabe, nosotros estamos aquí.

-Dios le bendiga.

Una semana después de esta chocolatada comenzó la guerra civil, y en medio de un desconcierto general hubo intentos anarquistas de asaltar el convento y pasar a cuchillo a sus inquilinos. Frailes y novicios huyeron en desbandada campo a través, colgaron los hábitos en las ramas de los naranjos y aún continuaron corriendo más en traje de paisano; pero ciertos modales blandos y la tonsura, como reclamo de muerte en el cráneo, les dejaron a merced de la primera escopeta en mitad del paisaje. Muchos eran de la región y supieron orientarse hasta una buena madriguera. Otros habían llegado al cenobio desde tierras lejanas, de Segovia, de Madrid, de Burgos, de Córdoba; desconocían los caminos, no podían dar con nadie de confianza, porque durante los años de clausura sólo habían divisado esfumadas siluetas de montes por encima de la barda.

Novicios aterrados

En un vuelo ciego de paloma torcaz, así fueron llegando los frailes, uno a uno, de noche, hasta la casa solariega donde aún palpitaba la muerte del general de la orden y estaba caliente el recuerdo de la taza de chocolate que siguió al entierro. En días sucesivos de aquel julio en llamas, a altas horas de la madrugada, se oía llamar a la puerta con la aldaba de bronce.

-¿Quién es?

-Yo.

-¿Y quién eres tú?

-Fray Bonifacio del Santísimo Sacramento.

-Otro más.

Era el único refugio en toda la comarca para unos seres aventados a su suerte entre los naranjales de Castellón. De pronto, aquella familia de derechas, compuesta por un hermano y varios sobrinos del general carmelita, recién enterrado en el pueblo, todavía con mucha pompa, se vio con la casa llena de novicios aterrados y de frailes perseguidos por la revolución. Cuando había comenzado ya la gran siega de sangre en aquel verano de 1936 y cada amanecer caía un cura en la cuneta, estos señores propietarios, vocales del círculo católico agrario, se encontraron con que todo el convento se les venía encima. En el desván había ya siete frailes refugiados, pero siguieron llegando más y hubo que acomodarlos en el granero, y luego en la bodega, y así hasta que la gran casa solariega, levantada en una esquina de la plaza mayor, frente al ayuntamiento, estuvo rebosante de siervos de Dios, mientras en la calle ardía la revolución y se fusilaba a ojo de buen cubero a todo el que llevara corbata.

Era una situación muy comprometida, sobre todo porque a los frailes de noche les daba por rezar a coro y por la chimenea salía un rumor de salmos hacia el cielo directamente que cualquiera podía oír desde la azotea. "Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, líbranos, Señor, de todo mal". En aquel refugio había trigo y cosecha de vino para resistir, pero un día de agosto el responsable de la familia fue llamado por el comité del pueblo y un revolucionario con muelas de estaño, canana y alpargatas encima de la mesa, le dijo:

-En casa tienes cuarenta frailes.

-¡Ah!

-A ti te vamos a respetar.

-Gracias.

-Te damos una semana para que salga del pueblo esa gente.

-¿Qué les va a pasar?

-No hay garantías.

La orden era tajante, y la amenaza, demasiado concreta. Con toda seguridad, al salir a la calle los siervos de Dios serían cazados como conejos. En el comité se habían negado a darles un salvoconducto. Entonces se ideó una solución extrema: facturar a los frailes como mercancía a través de la Renfe hacia sus puntos de origen en zona republicana, donde los parientes estarían previamente avisados, o hasta el depósito general ferroviario de la ciudad. La familia encargó las cajas en una serrería de confianza y fue embalando a los frailes que optaron libremente por esta salida. La madera llevaba un respiradero, una flecha roja para indicar la posición correcta e iba equipada con vituallas para un largo viaje, cantimplora, botellas de vino y cuatro panes con algunos embutidos. De esta forma llegaron a casa y se salvaron muchos novicios, que después de la guerra alcanzaron la santidad y ejercieron de teólogos, moralistas y predicadores, hasta que el Señor les llamó a su seno. Pero fray Bonifacio del Santísimo Sacramento no tuvo suerte. Su caja quedó extraviada en un extraño andén de la meseta, y por ella pasaron cincuenta años de lluvias y sequías. Hace unos meses, cuando los servicios de la Renfe removieron el almacén de mercancías en la estación de Delicias para llevarlo a Chamartín, apareció el viejo bártulo en un escorial de entrevías muertas, un bulto que fue expedido en 1936 desde un pueblo de Castellón con destino a Madrid. El abogado criminalista ignoraba que aquel tío mártir, fraile carmelita, del que tanto había oído hablar, llevaba medio siglo llegando a casa, hasta que por fin dio con ella. Un poco tarde.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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