Reforma administrativa: las contradicciones de una medida
Uno de los objetivos de la reforma administrativa es conseguir restablecer una productividad del trabajo en los distintos departamentos de la Administración. Si esto se lograra, podría decirse que el éxito de la operación estaba asegurado. Pero, si bien el objetivo resulta deseable para el país, el procedimiento normativo a aplicar para su consecución está siendo materia de opinión y discusión entre el funcionariado y, en algunos casos, generando cierto rechazo, como es el de la jornada laboral homologada a la de la empresa privada.Cierto es que el Gobierno no precisa de una nueva ley para legitimar su propósito, pues en la legislación vigente está contemplado el horario que se ha implantado. Simplemente, se trata de corregir un desajuste producido entre lo real y lo legal que, por habitual, era ya asumido por los gobiernos anteriorees, permitiéndose una jornada media de seis a seis horas y media diarias de trabajo, más o menos. Pero es evidente que no se trata aquí de un enfoque contencioso de la legitimidad o de la implantación del nuevo horario de siete horas por jornada, esgrimiendo el argumento de los derechos adquiridos, sino de ponderar y valorar la idoneidad de la medida y, por tanto, del procedimiento a seguir para la reforma administrativa, así como sus consecuencias, sus pros y sus contras, tomando como punto de referencia no sólo los deseos del funcionario, sino los del país, por supuesto, ya que el objetivo común que responde a un compromiso adoptado no puede desviarse de lo señalado al comienzo de este escrito.
Cómplices de la situación
Conviene, en cualquier caso, tener presente que la retribución media de cualquier categoría en la Administración viene a ser un 10-20 % más baja que en el sector privado. En cierto modo, los gobiernos anteriores, cómplices de la situación de ineficacia administrativa, mantuvieron un nivel de crecimiento salarial inferior al del sector privado. Este es el argumento más esgrimido por el funcionariado cuando se le llama privilegiado.
Desde hace unos años, la opinión pública viene siendo objeto de una campaña, más o menos sistemática, en la que se la ha condicionado contra el funcionario público. Un papel predominante en esta campaña lo ha desempeñado la nueva doctrina del neoliberalismo económico que preside la política económica de los gobiernos más conservadores de Occidente, a instancias y por presiones de las macroasociaciones patronales, y en concreto la CEOE en nuestro país.
Por lo general, tanto el funcionario medio como buena parte de la opinión pública, no han calibrado aún esta relación y sus efectos: las campañas del neoliberalismo económico contra el déficit de los Presupuestos Generales del Estado y contra la inversión pública, están dentro de la misma onda que la reducción de la plantilla de funcionarios, su potencial despido, la pérdida de su actual estado, etc... Paradójicamente, esa doctrina económica pide por su ala extrema derecha la abolición del Estado y sus servicios públicos. Cierto que ésta es la posición más extrema, pero de su filosofía se alimentan las posiciones más moderadas de la patronal, que no ceja en reivindicar la privatización de los sectores públicos rentables: enseñanza, sanidad, etc...
Funcionarios de ayer y hoy
Cuando resurgió, en 1976-77, el movimiento reivindicativo de los trabajadores públicos o funcionarios, antes incluso de quedar legalizados los sindicatos en la Administración, uno de los principios animadores del movimiento era el de la equiparación en derechos sindicales con el sector privado de la economía. Lúcidamente, la reivindicación de homologación no se planteaba por el rasero inferior de las condiciones del sector privado, sino por el superior: el de los derechos de asociación sindical. Se consideraba a aquél, como sector de condiciones superiores. Pero la estabilidad en el empleo se vino abajo, con las restructuraciones, la desinversión, los expedientes de crisis y el Estatuto del Trabajador. Al cabo de estos seis años, el crecimiento del desempleo aún no ha tocado fondo, y van dos millones censados. Ahora, las miradas de los aspirantes a un puesto de trabajo se han centrado en el sector público, donde la estabilidad aún resiste el embate. ¿Quién no envidia a un funcionario público por su fijeza laboral? Explotar esta crisis de trabajo, contra los trabajadores públicos, forma parte de la campaña neoliberal, que acumula progresivamente condiciones favorables a sus intereses de reducir la Administración a su mínima expresión.
En este contexto de crisis de trabajo es fácil explotar un enfrentamiento entre los trabajadores del sector privado y los privilegiados del sector público.
El chantaje aflora con la siguiente fórmula: "Tendréis que pagar vuestro estado de fijeza trabajando las cuarenta horas semanales, aunque seguiréis cobrando por las 31 que veníais trabajando"; o lo que es lo mismo: "Se os va a homologar con el sector privado únicamente en las cuarenta horas, pues la fijeza vale tanto como las nueve horas de plus-trabajo que ahora tenéis que entregar al Estado-patrón".
Cuestión de método
Una cosa es la ineficacia administrativa vía ineptitud de la jerarquía administrativa, incapaz de organizar el trabajo de los curritos funcionarios en cada departamento, como ha venido sucediendo hasta ahora (salvo honrosas excepciones), y otra muy distinta el relajamiento, la inhibición o la vagancia del funcionario que, por carecer de un plan de trab de un clima, de una organizacion y, en general, de unas condiciones favorables para trabajar, se ha convertido en víctima de esa ineficacia.
El problema ha venido generado más por la no organización del trabajo en la jerarquía que por el absentismo de las bases. Además, otro cúmulo de problemas ligados provocan la parálisis, como es la falta de trabajo en equipo, la carencia de una reglamentación de los ascensos, falta de una profesionalidad y causa administrativa, favoritismo, compra de fidelidades, enormes desigualdades retributivas, complicidades arriba y abajo, y otras tantas corruptelas. ¿Cómo salir de ahí? Desde luego, no resuelve nada tomar como primera medida el alargamiento de la jornada de trabajo actual, cuando aún no se han barrido esos obstáculos que obstruyen la actividad administrativa normal o impiden la deseada eficacia.
La medida no concuerda con los principios de la política socialista actual de reducir la jornada como medio para repartir el trabajo socialmeente disponible. Es contradictorio que, por un lado, el Gobierno tenga que enfrentarse a la patronal para regular por ley un acortamiento de la jornada laboral en el sector privado y, por otro, tenga que enfrentarse como patrón a sus propios trabajadores públicos para alargarles el tiempo de trabajo personal. ¿Por qué esta doble estrategia? ¿Cómo van a entender los funcionarios a un Gobierno que, en base al sólido argumento estratégico de que "trabajando menos horas habrá más trabajo para todos", les pide a sus funcionarios estar más horas en el centro de trabajo?
La reducción de jornada no es fruto de reivindicar el derecho individual a la pereza, sino una imposición del cambio tecnológico incesante, aunque también es verdad que este objetivo ha de llevar parejo el otro de carácter social: el reparto del trabajo asalariado socialmente existente. Entonces, ¿por qué el Gobierno socialista, patrón público, no opta por esta vía de avance con sus propios trabajadores asalariados, los funcionarios? ¿No se estaría entonces en condiciones de realizar una profunda reforma administrativa ganándose al funcionario para el logro de la eficacia deseada?
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