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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mapa autonómico y la goma de borrar

AUNQUE QUEDA pendiente el trámite del Senado, la aprobación, la pasada semana, por el Congreso de los Diputados de los Estatutos de Baleares, Castilla-León, Extremadura y Madrid cierra virtualmente la configuración jurídica del Estado de las Autonomías. Paradójicamente, el acontecimiento coincide con una seria ofensiva de la derecha conservadora dirigida a alterar, con fines electoralistas, el mapa autonómico concluido por la Cámara Baja para dar cumplimiento al mandato contenido en el Título VIII de la Constitución. Desgraciadamente, la maniobra política en curso puede esgrimir hábilmente en su favor que el diseño global de las comunidades autónomas, al arrancar del pie forzado de tener que cubrir por entero el territorio español, no ha sido realizado -ni podía serlo- según criterios homogéneos. El artículo 144 de la Constitución, que faculta a las Cortes Generales para sustituirse en la inciativa autonómica provincial y acordar incluso un Estatuto a los territorios que no lo hubiesen solicitado, es la manifestación legal de esa especie de horror al vacío institucional que los profesores de Derecho Administrativo transmitieron en su día a nuestros políticos.Dejando a un lado a las llamadas nacionalidades históricas, definidas en buena medida por la supervivencia de lenguas españolas (el catalán, el gallego y el eusquera) diferentes del castellano, y a las regiones caracterizadas geográfica y culturalmente de forma nítida (como es el caso de Andalucía), los delineantes tuvieron a veces que trazar las fronteras del mapa autonómico mediante decisiones forzosamente arbitrarias. Allí donde la conciencia de singularidad de una comunidad se asociaba con demarcaciones provinciales -de siglo y medio de antigüedad, por lo demás- antes que con espacios regionales más amplios, las inclusiones o las exclusiones cartográficas no podían ser deducidas de la aplicación de criterios indudables aportados por la memoria histórica o las realidades económicas. Por voluntad de sus habitantes, Santander dejó de ser la Montaña de Castilla para convertirse en Cantabria, mientras que Logroño optó por la soltería autonómica con el nombre de La Rioja. Mucho más complicado es el caso de las comunidades-ómnibus que, como Castilla-León y Castilla-La Mancha, difícilmente pueden suscitar el patriotismo regional de sus habitantes. La comunidad madrileña, separada de las provincias circundantes por el justificado temor a que su peso demográfico las aplastase, tampoco puede aspirar razonablemente a que los vecinos de los pueblos serranos se identifiquen espontáneamente con los habitantes de la capital.

Sobre el trasfondo de esa inevitable imprecisión, las maniobras partidistas y las redes caciquiles de la derecha tradicional han comenzado a poner en marcha en algunas regiones, con ayuda de los agravios comparativos y las rencillas de campanario, los rechazos provinciales al actual marco autonómico. La debilidad de los criterios para justificar unos límites, en vez de otros, en el diseño de algunas comunidades concede plausibilidad negativa a las tentativas de alterar unos ámbitos regionales cosidos con alfileres, pero trasmite idéntica artificialidad a las propuestas de promover un reagrupamiento alternativo. Los argumentos extraídos con forceps de la historia para justificar el derecho de Segovia a la autonomía uniprovincial, se mueven en el mismo plano de fantasía que las razones esgrimidas por sus adversarios para sustentar su obligación de integrarse en Castilla León. Para seguir con los ejemplos, ¿corresponde a la historia decidir que León forme parte de Castilla-León, aspire a la autonomía uniprovincial o incorpore a su unidad de destino a Zamora y Salamanca? Las protestas de algunos Ayuntamientos cacereños contra la representación proporcional en las instituciones autonómicas difícilmente pueden apoyarse en la ficción de que Cáceres tenga derecho a exigir una confederación con Badajoz, pero tampoco pueden ser combatidas con la idea de una Extremadura metafísica situada por encima de las dos provincias que la componen. El irredentismo de quienes sostienen que Burgos debe ser la capital de una comunidad que excluya a León pero abarque a Santander y Logroño pertenece a ese mismo mundo, ni verdadero ni falso, sino simplemente irreal, que el electoralismo de UCD y del PSOE, los agravios comparativos contra las nacio nalidades históricas y el arbitrismo de los profesores de Derecho Administrativo (los últimos constructores de Estados desde el jacobinismo de los despachos) crearon durante las dos últimas legislaturas. La célebre polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz quedaría en agua de borrajas si los historiadores aficionados y los eruditos locales al servicio de los caciques comenzaran a discutir los fundamentos seculares de sus contrapuestos mapas.

La tentación de pescar votos en las aguas revueltas del particularismo puede mover a Manuel Fraga a respaldar todos y cada uno de los esfuerzos orientados a desguazar las comunidades-ómnibus y a enconar las rivalidades interprovinciales. Esa estrategia obligaría a Alianza Popular a ser anticastellana en León y Segovia, antileonesa y antisegoviana en el resto de las provincias castellanas, antiburgalesa en Cantabria y La Rioja, antipacense en Cáceres, anticacereña en Badajoz, etc. Ante este panorama, sólo cabe confiar en que el sentido del Estado y la responsabilidad política disuada a los líderes de Alianza Popular, por rosadas que sean sus perspectivas de restar votos al PSOE, de la idea de respaldar a sus caciques provinciales en la demagógica tarea de lanzarse, con una goma de borrar y un tiralíneas, a reformar el mapa autonómico. La actual configuración de las comunidades territoriales es, fuera de las nacionalidades históricas y de algunas regiones con indudable identidad, el fruto de una convención política. No hay razones, sin embargo, para afirmar que otras articulaciones territoriales alternativas resultasen menos artificiales que las hoy existentes. Es cierto que Alianza Popular no participó, por su mínima representación parlamentaria, en la discusión de las fronteras del mapa autonómico y que tampoco fue invitada a suscribir los pactos firmados por el Gobierno Calvo Sotelo y el PSOE en el verano de 1981. Pero la contradicción entre la patriótica imagen que de sí mismo suministra Fraga como hombre de Estado y la sórdida miseria que se derivaría del despliegue hasta sus últimas consecuencias de esa estrategia de campanario, ya iniciada por Alianza Popular en León, Segovia, Burgos y Caceres, da fundamentos para creer que la responsabilidad política ganará finalmente la batalla, pese a todo, en el principal partido de la oposición. De otra forma habría que concluir que la derecha española está dispuesta a convertirse en la cínica heredera de los reinos de Taifas y el cantonalismo de la Primera República por motivos estrictamente electoralistas.

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