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El mundo de la música conmemora el XXV aniversario de la muerte de Ataúlfo Argenta

La conmemoración del XXV aniversario de la muerte de Ataulfo Argenta se inició el miércoles en el Real Conservatorio de Madrid con una conferencia dictada por Antonio Fernández Cid y un concierto interpretado por los profesores que durante años fueron amigos y colaboradores de Argenta. En marzo, en el teatro Real, se ha programado un concierto en el que se interpretará la Novena sinfonía, de Beethoven, como uno más de los actos en memoria del maestro.

Al evocar la figura de Ataulfo Argenta, muerto hace veinticinco años, será útil bosquejar qué pudo significar en el panorama español e internacional y por qué su memoria se conserva con fuerza tan singular. No cabe aludir demasiado al disco, pues Argenta no alcanzó la época de oro del sonido grabado. Su legado discográfico, por otra parte, es asistemático y no siempre representativo, presidido como está por un casi centón de zarzuelas de género chico y grande.En este terreno, escribe Alejo Carpentier que "quien haya escuchado La verbena de la Paloma, bajo la dirección de Argenta, podrá aceptar difícilmente otra versión". Para concluir: "Argenta ha realizado con esa partitura algo semejante a lo que lograron antaño los Keiber y los Clemens Krauss con los valses de Johann Strauss" (El Nacional, Caracas, 1956). Con ocasión de su muerte, Argenta da ocasión a un nuevo artículo del escritor cubano, del que merece la pena entresacar tres aspectos: la preocupación de Argenta por valorizar lo hispano, la amplitud de su criterio musical que nada musical desdeñaba si era digno de estima, y la exacta afirmación final: "Una gran esperanza artística queda frustrada con la muerte de Ataulfo Argenta" (El Nacional, Caracas, 1958).

Por temperamento, Argenta se inclinaba hacia una expresión romántico-germana de dudosa tradición práctica entre nosotros. Muy pronto, el Brahms, el Schumann, el Schubert, el Beethoven de Argenta poseían talante internacional: los éxitos en Francia, en Italia, en Austria, en Suiza, en la misma Alemania, no se hicieron esperar. La versión del Réquiem alemán de nuestro director era de primera categoría, reveladoras sus primeras incursiones con la orquesta de Cientoún Solistas, por las divinas longitudes de la Novena, de Schubert.

Pero Argenta, no obstante la sorprendente curva de su evolución, muere en el momento justo en que iniciaba el gran salto, cuando la gran esperanza de que habla Carpentier empezaba a ser realidad definitiva. Entonces, el artista que era no llegó a convertirse en la figura de grandes dimensiones que debía ser. Si pensamos que la implantación de Argenta en Europa se lleva a cabo en un tiempo difícil en general y para España en particular, convendremos en que algo especialmente incisivo poseía su aparentemente sencilla y, en el fondo, compleja personalidad. Argenta pertenecía en mucho al tiempo anterior y en no menos al que se iniciaba. Podía dirigir con perfección la Sinfonietta, de Halffter, o incluso Agua, azucarillos y aguardiente, y a los quince días abordar en Roma las Variaciones, de Schónberg, que no se atrevió a programar en el conservador ambiente madrileño.

Pudo haber sido Argenta no sólo un nombre estelar de la dirección, sino el maestro que necesitábamos para normalizar nuestro sinfonismo. Una vez más -como en Arriaga, como en Usandigaza-, la muerte torció la suerte y fue preciso empezar de nuevo.

La carrera de Argenta duró una docena de años y, sin embargo, la impresión de una más larga exis tencia habita en nuestro recuerdo No es memoria sosegada la de Argenta, sino memoria tensa y expansiva.

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